lunes, 25 de noviembre de 2013

SOBRE LAS CASUALIDADES EN LA JUSTICIA FEDERAL

Aviso del editor: La historia que sigue está inspirada (sólo inspirada) en un relato de Walter Rodríguez, Fiscal Federal de Santa Fe, a quien no sólo agradezco su tiempo y el hecho de haber compartido una cuota de su vasta experiencia en este espacio, sino durante nuestro paso por un mismo ámbito judicial. 
Detrás de las palabras

Por Rafael Elia

No sé que dice el diccionario respecto a la palabra casualidad.

Mi papá siempre me contaba que en el Mundial 78, en el partido inaugural, le regalaron una entrada y fue solo, a último momento. Se sentó en la platea y a los diez minutos su hermano, sin darse cuenta que había conseguido su entrada en otro lado, se sentó a su lado. En 80.000 localidades, dos hermanos casualmente se encuentran.

Pan de Leche se perdió en un accidente famoso de tren a mediados de siglo pasado. Dicen que anduvo varios años de polizonte dando vueltas por el mundo, completamente desmemoriado. Cincuenta años más tarde, el olor de un guiso, le devolvió algunos recuerdos de su infancia. Así pudo encontrar a su hermana que vivía en las sierras de Córdoba. Ante su incredulidad, el día que le abrió la puerta, le tocó en el piano que vio a lo lejos, la melodía con la que su madre los dormía.

Una tarde de febrero, encontré el disco “Artaud” de Spinetta/Pescado Rabioso. Es una reliquia para cualquier coleccionista y prácticamente pagué un décimo de lo que vale. Al llegar a casa, apenas lo puse en el tocadiscos, un amigo me aviso en ese instante que minutos antes Luis Alberto Spinetta había muerto.

Juan es de Tostado, provincia de Santa Fe. Mientras le mostraba las fotos de su viaje a Nueva York a su hermana; los dos advirtieron que en una de ellas, estaba pasando por detrás, caminando, con cara de apurado, un vecino de su pueblo de 14.000 habitantes, en una ciudad donde viven casi 10 millones.

Paul Auster tiene un libro completo de estas casualidades que se llama “el cuaderno rojo”. Entre otras, la de dos personas que se conocen en Taipéi y van descubriendo que sus hermanas, viven en el mismo barrio, en el mismo edificio, en el mismo piso de Nueva York.

Roberto, un ferretero porteño y malhumorado, junta en una carpeta este tipo de historias. Hasta que descubre que el chino que aloja en su casa, es el de la noticia más asombrosa que tenía guardada (aún así, sigue contando tornillos enojado).

Hay muchas casualidades en la vida.

Acontecimientos inexplicables, sorprendentes: algunos son puras tonterías, simples giros del destino, diría Bob Dylan; otros son más serios.

Muchas personas intentan explicarlo.

Según un amigo, cuando uno piensa en una canción, no es porque le vino a la memoria. Es porque hay ondas de radio imperceptibles que están encima nuestro que te la imponen.

El sostiene que nada es fortuito, que todo tiene un motivo; alguna razón o explicación racional.

Y puede que tenga razón.

En el año 1995, María, una abuela desesperada, encontró eco por fin, en un funcionario judicial.

Podría haberla ignorado y seguir con su rutina, como le habían enseñado. Algo lo determinó a actuar y gracias a eso, ella encontró a su nieto.

Increíblemente, vivía a unas 7 cuadras de su casa; podrían haberse visto mil veces, en la plaza, en la panadería o en la iglesia. Recién 18 años más tarde, luego de una lucha incansable, pudo encontrarlo.

Martín era un buen chico, sano y agradable.

Vivió 18 años en la casa de un agente de inteligencia del ejército, al que le gustaban las películas cómicas, los autos y salir a caminar los domingos con su mujer.

En su casa casi no había libros, salvo el Martin Fierro y otros de rutina.

Sin embargo, algo despertó el interés de Martín en la lectura.

Años después, días antes de recuperar su identidad, sin sospechar siquiera de lo que había sido víctima, se había inscripto en la carrera de letras. Iba a cursar en la misma facultad donde veinte años antes enseñaba su papá.

Su papá, tenía subrayado el mismo párrafo que le gustaba leer de aquel Martín Fierro.

Y esto, claramente, no son casualidades. No sé que son. Pero sé que no son casualidades.

Son ondas que andan dando vueltas, como esas de radio, pero diferentes. Son indivisibles e inabarcables. No le temen a dictadores, masacres, burocracias complacientes y desafían al olvido.

Tampoco fue una casualidad, que del allanamiento en el que detuvieron al apropiador, participara “El rengo” García como miembro de las fuerzas de seguridad provinciales.

Años antes, se había dedicado a lo mismo; a entrar a casas, a llevarse gente, pero claro, sin ninguna orden de juez, y con otro uniforme.

Casualidad es la simple historia de mi viejo.

sábado, 2 de noviembre de 2013

NUEVAMENTE SOBRE EL PESO DE LA JUSTICIA FEDERAL

La historia de Nina y Emilia.
Por Fernando Gauna Alsina
"...no son presidentes, ni ministros, ni han sido votados en ninguna elección, pero deciden...
reivindican el privilegio de la irresponsabilidad: somos neutrales -dicen..."
(Frase sacada de contexto del Libro de los Abrazos de Eduardo Galeano)
No hace mucho tiempo tomé contacto con un caso que me hizo replantear -y aún lo sigue haciendo- qué hacía dentro de la estructura estatal que dice administrar justicia.

Nina había sido criada por sus tíos; quienes se habían hecho cargo de ella hacía más de veinte años. Sus padres biológicos se la habían entregado de muy pequeña. Recién nacida. Y no está claro por qué. Tal vez por miedo. No estaban preparados. Tal vez por desinterés. No lo sé. Pero no es éste el punto que merece protagonismo en este relato. 

Aún en la más extrema pobreza la criaron como una hija más. Lo que no es poco, y dice mucho, en un grupo familiar integrado por cuatro hermanos que vivía en el conurbano profundo. Donde las privaciones son muchas y las facilidades son pocas.

Le dieron el mismo cariño, cuidado y educación que a sus hijos. Aunque tal vez eso no sea del todo cierto. Hasta le dieron más. La acompañaba un grave cuadro de salud y un obstáculo sumamente difícil de superar, pues no había sido inscripta en el Registro Civil. Para el Estado no tenía identidad. No era nadie. Para sus tíos, todo.

Al poco tiempo, una urgencia los obligó a correr a un hospital. Y la desesperación, a hacer algo que –aún no lo sabían- marcaría para siempre sus vidas. Acreditaron su identidad con el documento de Emilia. Una de sus hijas. La más chica. Nacida varios meses después de Nina.

Años más tarde, me diría una joven y perspicaz funcionaria judicial: "¡Mirá! La hipótesis de la defensa no cierra. Emilia nació mucho tiempo después. Es imposible que hayan acreditado la identidad de Nina con su documento".

La conclusión era del todo razonable. Mas el punto de partida era el examen lógico-racional que reflejaba la línea de tiempo que esta joven y elegante funcionaria había trazado en la pizarra de su cómodo y cálido despacho. Faltaban muchas variables. Inimaginables para el operador jurídico tipo. Aquél que estudia y memoriza minuciosamente el expediente. Papel tras papel. Que encuentra contradicciones irreconciliables en cualquier descargo. En cualquier testimonio.

Quizás el médico de guardia no reparó en las discrepancias. Quizás no le importó. Quizás prefirió privilegiar la atención de la niña, antes que detenerse en una irregularidad tan minúscula al lado de aquéllas que abundan en los espacios más relegados de la provincia.

Ahora. El quid de este asunto es que desde ese entonces el DNI de Emilia constituyó la alternativa que permitió sobrellevar los avatares de la vida diaria de Nina cuando el Estado exigió –una y otra vez- acreditar su identidad. Hasta les habría permitido realizar sus estudios en la misma Escuela primaria. Sólo que una por la mañana y la otra por la tarde. Bajo el mismo nombre, claro. El de Emilia.

Con todo, luego de que Nina alcanzó una edad suficiente le explicaron quién era. A sus siete años ya conocía su pasado. Así me lo dijo cuando debí recibirle declaración testimonial. Es decir, cuando tuve que transcribir sus dichos en un acta, sin ningún funcionario judicial cerca. Bah, en verdad, sí había uno.

Iniciada la audiencia se había sumado el Fiscal. Silencioso, pero con una mirada calculadora, había escuchado con suma atención –o al menos así lo creí yo- el relato de Nina. Y sobre el final, cuando habíamos oído su historia y el acta estaba cerrada, preguntó: “Perdóname, ¿De qué trabajas?”. Soy empleada doméstica, contestó Nina. Se quedó pensando, y luego de detenerse en su cabello oscuro, la miró directo a los ojos, y le dijo:

“¡Nunca le robes a tu patrón! ¡Si necesitas plata pedí, pero nunca le robes!”

Seguramente por eso, cual acto reflejo, prefiero recordar que estuve sólo, que no había ningún funcionario –serio- cerca. Vuelvo al relato.

A sus doce o trece años conoció a su papá. Y lo perdonó. Volvieron a estrechar lazos, pero nunca abandonó la casa donde había crecido. La sangre tira, pero el amor y el cariño que le habían dado sus padres del corazón –sus tíos- aún más. Toda marchaba bien. Aunque estaba pendiente solucionar su situación documental y la de su prima. Pero qué más da. Eran felices. Y más lo fueron cuando se casó y tuvo dos hijos. Y aquí me detengo.

Se preguntaran a esta altura cómo lo hizo. Pues del mismo modo en que lo había hecho hacía más de dieciséis años. Con la única pieza que siempre le había permitido sobrellevar los actos de su vida civil. El DNI de su prima. Y valga aclararlo. Su rostro, la fotografía que obraba en el documento, no constituyó un escollo. Porque no lo mencioné antes, pero a sus ocho o nueve años, sus tíos, aprovechando una campaña escolar del Ministerio del Interior, habían hecho renovar el DNI de Emilia con su fotografía.

De manera que el documento, aquél que reflejaba el nombre y apellido de Emilia, pero que siempre había usado Nina para atender su cuadro de salud, y que a determinada edad exigió una fotografía que refleje identidad entre el titular de la matrícula y su tenedor, ya llevaba su rostro. De tal modo, a sus dieciséis, un mes antes de casarse, volvió a presentarse en el Registro y obtuvo el ejemplar que a esta altura de su vida exigió el Estado. Al mes siguiente se casó y, tiempo después, inscribió a sus hijos.

Lo que sucedió luego es el comienzo de una profusa investigación judicial.

Nina no usufructuaba su verdadera identidad, mientras que Emilia había perdido –en la práctica- su documento. Entonces, ya más grandes, concurrieron al Registro en busca de una solución. Las derivaron a la Comisaría del barrio y de ahí al Juzgado Federal más cercano.

Ahora. Debo destacar que no estaba del todo claro si Emilia verdaderamente sabía lo que había ocurrido con su documento. Pero sí, pues en todo momento lo había dicho, que no quería denunciar a sus padres. Los amaba. Y sabía muy bien, que si algo había sucedido, había sido producto del amor y la mejor decisión que habían encontrado para preservar la integridad y la salud de todo su grupo familiar.

Pero esas variables escapan al análisis del operador jurídico tipo. Aquél del que hablé antes. Aquél que con gala y mucha erudición se jacta de conocer la dogmática en casos como éste. En los “sencillos”, en los que no perjudican más que a las personas de carne y hueso que se hallan detrás una carátula, y que rara vez tienen visibilidad suficiente para sobresalir. Porque ahí es distinto. Cuando el supuesto trasciende del hermetismo de su despacho, se traga su orgullo, y saca una resolución de lo más “progre”. No le gusta que lo critiquen. Que le pregunten por qué. Pero ésa es otra historia.

Como no podía ser de otro modo, la justicia federal promovió una causa penal en contra de los padres de Emilia por supresión de identidad y falsedad ideológica de documento público. Y los indagó. Ni en esta ocasión el juez federal se tomó unos minutos para conocerlos. Para escuchar personalmente su historia. Para si quiera permitirles que observen a la persona que de ahi en más habría de decidir sobre sus vidas.
Aunque tampoco cabe hacer mucho espamento. Porque desde ese entonces no decidió nada. No se pronunció sobre su situación procesal, cuando el código impone diez días para hacerlo, mientras que Nina sigue sin identidad y Emilia sin documentos. 
Pasaron cuatro años. Qué se yo... por lo menos no están presos.

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