martes, 18 de marzo de 2014

A SUS OJOS

 Por Fernando Gauna Alsina 


“Nadie es uno de los actos de su vida.
Por horrendo o santo que haya sido.
Ningún acto nos define para siempre.”

José Pablo Feinmann

Esta historia está dedicada a mis compañeros de Pensamiento Penal.
Por brindarme su amistad y enseñarme a diario que es posible
–o al menos vale la pena imaginar– una administración
de justicia menos violenta y más justa. 


No hacía mucho que ejercía la magistratura. Un año o dos. Más no. Venía de afuera. Cliché con el que empleados, funcionarios y jueces catalogan a quienes no hemos hecho la carrera. Parece mentira pero el hecho de no haber atendido una mesa de entradas o cosido un expediente constituiría una falta grave –casi de ofensa– para la corporación judicial.

¿Cómo puede ser que Fulano sea presidente de un tribunal
cuando siquiera tiene idea de lo que es hacer un archivo?- Decían por ahí.

Qué disparate. Como si haber pateado tribunales con el calor más asfixiante; visitado cantidad de cárceles; litigado en todas las instancias; trabajado hasta el cansancio por la libertad de un defendido –porque a quienes ejercen la profesión sí le corren los plazos–; y mirado los ojos llorosos de imputados, víctimas y familiares después de recibir una respuesta poco favorable –muchas veces de lo más injusta–; no signifique nada. Me fui por las ramas. 

Me habían pedido que cubriera una vacante en otro tribunal. Nada complejo –me dijeron– una audiencia muy sencilla por un asunto de ejecución penal. Llegué alto temprano. Lo suficiente para compartir un café y hablar del partido de Boquita con el Fiscal. Un acto de catarsis que se me estaba volviendo costumbre todos los lunes. Pero esa es otra historia.

Luego se sumaron los otros jueces y, escasísimos minutos después, un empleado con la novedad que el detenido había llegado. Y antes de comenzar, el primer traspié. No llevaba corbata. Y no fue algo casual. Tampoco un homenaje a nuestro flamante Ministro de Economía. Hacía rato que había dejado de usarlas. Sinceramente no sé por qué. Aunque tampoco encuentro argumentos de peso, cuanto menos razonables, para que lo haga. Mucho menos para hacer lo que sigue.

-Doctor…olvidó su corbata –Me dijo una de mis colegas. 

Y siguió: Pero no se preocupe. Puedo prestarle una. En mi tribunal –porque para muchos jueces los tribunales son de ellos– el Defensor rara vez usa. Así que siempre tengo una de más en mi despacho, cosa de no tener que suspender la audiencia.

Sí, escucharon –o más bien leyeron– bien. Parece que este buen hombre –y servidor público– era capaz de decirle a testigos, partes y al detenido que ese día no se celebraría el juicio porque un defensor no llevaba corbata. Increíble… el Poder Judicial no dejaba de sorprenderme.

Superado este obstáculo, porque mi mirada no hizo necesaria respuesta alguna, se inició la audiencia. Y era cierto. Como me lo habían adelantado mis colegas, era un caso sencillo. Una persona condenada a diez años de prisión, que ya había cumplido siete privada de su libertad, solicitaba un pedido de salidas transitorias: el primer paso, el punto de partida, para que una preso inicie su regreso al "mundo libre". En concreto, escapadas de algunas horas para trabajar, estudiar, visitar a la familia… qué se yo. La lista es interminable luego de tanto tiempo de encierro.

Pues bien. Reunía los requisitos que exigía la ley y tenía dictamen favorable del equipo técnico del servicio penitenciario. Un afortunado. No es algo que suceda siempre. El servicio no regala nada. Evidentemente, este muchacho, por algún error del sistema y a diferencia del 70% de las personas que abandonan un establecimiento penal, se estaba resocializando. De manera que, sin dudarlo, voté a favor de que se haga lugar al pedido. Ni el juez más duro -por lo menos así lo creía yo– hubiese hecho otra cosa.  

Sin embargo, mis colegas, al unísono y como si conociesen el caso de toda la vida, votaron por la negativa. Los miré totalmente desconcertado y volví sobre el expediente en busca de algún dato que se me hubiere pasado. Nada. 

Entretanto, al detenido lo regresaban al camión que lo devolvería a prisión, y su abogada (que también era su esposa y la madre de su hijo) cerraba su bolso y permanecía callada. La noté dolida, pero firme. Como si hubiese conocido de antemano la decisión.

No era mi caso. Insisto. Estaba desconcertado. Volví a mirar a mis colegas y casi obligados a darme una respuesta, dijeron: 

-¿Qué esperabas? Es reincidente. Qué garantías tenemos de que
vaya a respetar los términos de las salidas. Tiene que seguir adentro.

No lo podía creer. A ver. Era cierto. Este muchacho había sido declarado reincidente. Pero hacía más de diez años, al punto que ello había sido uno de los motivos por los cuales la condena había sido de cumplimiento efectivo y, como tal, la razón por la que había vuelto a prisión. 

Hoy era estudiante, padre, esposo y si le hubieran permitido salir unas pocas horas semanales, empleado en una mutual. Cómo podían seguir insistiendo en algo que había ocurrido hace más de una década.

Me acerqué a su esposa, su abogada. Y antes de que pueda decir algo, me miró y dijo: -Tranquilo doctor. Juan lleva siete años preso. Casi la edad de Pablo, nuestro hijo. No es la primera vez que estos señores me rechazan un pedido como éste. Aunque debo admitirlo. Esta vez me tenía algo de fe. Pero bueno, es así, con estos tipos hay que leer siempre entrelíneas. Me equivoqué…Terminó de acomodar sus cosas y abandonó la sala de audiencias.

¿Se equivocó?... Algo me estaba perdiendo. Volví a mi despacho y me puse a leer todos los legajos de Juan. Y lo encontré.

Hacía un par de meses su esposa había intentado el mismo pedido. Pero para ese entonces Juan, que llevaba casi siete años preso, no tenía una condena firme. Había alcanzado los requisitos para salir transitoriamente pero aún la justicia no había resuelto de manera definitiva su situación. Ante ese panorama, estos mismos jueces le rechazaron la solicitud porque todavía no era –estrictamente hablando– condenado. Aún estaba procesado y, como tal, no podía beneficiarse con salidas transitorias, pues se trataba de un instituto propio del régimen jurídico de los condenados.

Puff… Que dificultad para ver más allá de una categoría, de una etiqueta. La ley podrá decir muchas cosas, pero la realidad es una sola. La prisión no distingue. A todos estigmatiza por igual. Y si de diferencias se trata, que ofensa al sentido común. Este pibe era inocente jurídicamente –porque aquél que no tiene condena firme lo es– pero mereció un trato más severo. Curioso razonamiento.

En fin, la cosa es que Juan y su esposa habían decidido dejar de impugnar su condena y que quedara firme. Si el obstáculo era su condición de procesado –de inocente– otra cosa no podían hacer. Mal que les (nos) pese, ningún Tribunal iba a revocar una condena que llevase a cuestas una persona detenida hacía casi siete años. Quién iba a pagar el costo. Nadie. Bah… claro que alguien lo iba a pagar. Y lo hizo.

Antes no pudo salir transitoriamente porque aún era procesado. No era un condenado. Al menos con todas las letras. Y cuando finalmente lo fue, a costa de sacrificar su inocencia, tampoco fue suficiente.

Lo que sucedió aquí –ahora– es evidente. Juan nunca fue una persona que cometió un delito. Tampoco era hoy estudiante, padre o esposo. Para los ojos de estos jueces fue, es y será un delincuente. Si así razonan los jueces de carrera, prefiero seguir siendo de afuera.

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