sábado, 24 de mayo de 2014

Carlitos y la (in)seguridad

Por Sandra Saidman

Debió levantarse muy temprano ese día. La audiencia era a las 7,30 hs. Mientras se preparaba unos mates pensaba qué se pondría para ir. Hacía calor y una remera hubiera sido lo ideal. La más nueva era la del “Che”, la que su hermana le había traído de Cuba. Se decidió por la camisa que tenía, iba a estar más presentable. Se apuró y le pasó la plancha, se puso un jean, zapatillas y salió. No conocía ese lugar, era la primera vez que iba a un juicio. Se preguntaba si sería como en las películas.

Carlitos era buen pibe, criado en un barrio de laburantes, era el menor de tres hermanos. Su vieja había muerto cuando era chico, su padre nunca les dio mucho artículo. Junto a sus hermanos, había sido criado con el abuelo, una tía y un tío hermanos de su madre.

El abuelo de Carlitos había sido socialista, jugaba al ajedrez y leía mucho. Su casa era la casa de Carlitos y sus hermanos. Ahí encontraban la familia que su viejo no pudo sostener cuando murió su mamá. El tío de Carlitos era comunista. Todavía recordaba las discusiones del abuelo y él.

Ya habían pasado más de quince años desde la muerte de su abuelo pero todavía lo extrañaba. Y a pesar de tener casi treinta, no podía ordenarse, hacía poco había conseguido un trabajo estable. En un tiempo había ido al sur a trabajar, allá ganaba bien. En unos meses se había podido comprar ropa y hasta una computadora, pero volvió. Extrañaba el Chaco.

De su abuelo le quedó grabado: “nosotros no somos más que nadie y tampoco menos que nadie”. Él les había enseñado humildad y solidaridad, pero también todos tuvieron claro las diferencias sociales. A pesar de tener ya treinta, todavía en la familia le decían Carlitos. Había sido el consentido del abuelo y así no se le exigió nada, ni siquiera que terminara el secundario.

Su vuelta del sur cansó a los tíos. Decidieron suspenderle la ayuda y dejar que Carlitos al fin madurara y comenzara a resolver su vida. Consiguió trabajo y una amiga le prestó una casa para que viviera ahí mientras se la terminaba de construir y de paso la cuidara.

Allí estaba esa mañana, en el patio trasero. Había colgada con alambres una media-sombra entre la entrada de la casa y ese patio; él estaba sentado detrás, a un costado. En un momento vio a dos pibes, de esos que andan ofreciendo bolsas de basura, de diecisiete o dieciocho años más o menos; los observaba callado mientras seguía tomando mate. Enseguida se dio cuenta de que no lo habían visto.

Los chicos se detuvieron frente al portón, miraban hacia dentro; uno comenzó a trepar el portón, el otro vigilaba. Carlitos agarró una tabla que tenía a mano y la golpeó fuertemente sobre un tacho lleno de agua; provocó un estruendo, el pibe que ya estaba arriba de la reja se asustó y se subió al muro del vecino, todo sucedió en segundos. Cuando ya estaba trepado al muro se escuchó un disparo y el chico cayó. El vecino lo había matado.

Había pasado más de un año desde ese día y todavía no encontraba muchas respuestas. Todavía pensaba qué tipo de persona tenía un arma preparada para disparar en su casa; qué tipo de persona podía matar por esa razón a alguien si con un grito hubiera bastado para que los dos pibes salieran a correr. Todavía no entendía qué había pensado ese hombre que podía hacerle un pibe pobre, flaco y tonto que andaba vendiendo bolsas y de paso, a “la caza” de algo. Todo le seguía pareciendo irreal y sentía mucha pena.

Era una vida, una vida joven terminada por una reacción desmesurada de un tipo de esos para los cuáles una cartera vale más que una vida. Se preguntaba si el tipo no sabía que los pibes nacen buenos; si no entendía que por algo salen a robar. Siempre se respondía lo mismo: no hace falta sufrir privaciones, hace falta ponerse en el lugar del otro y comprender que las diferencias son las que llevan a los pibes al delito y como le decía su tío, en un sistema injusto, siempre pierden los mismos.

No podía sacarse la imagen del chico caído en el suelo, sangrando; se veía él que tantas veces había hecho desastres en el barrio; no de malo, no por delincuente, por pendejo no más.

Ahora un tipo de traje le preguntaba si juraba decir verdad....


jueves, 15 de mayo de 2014

H.M, historias, como tantas otras.


Por Sandra Saidman
(Agregado del Editor: 
jueza excepcional, amiga y compañera 
en la empresa reductora del poder punitivo)


Al avisarme de la detención, el oficial a cargo me informó que el muchacho, de 20 años, vivía en Corrientes, que había venido a ver a su madre por el fin de semana, que había provocado desórdenes en la casa y que al ingresar el personal policial le sacaron una soga con la que, aparentemente, había intentado suicidarse colgándose de un árbol en el patio. Que estaba “descontrolado”, “muy agresivo”; que la madre les había dicho que siempre hacía estos problemas cuando venía de visita. “El muchacho no es normal” dijo el oficial. 

En la provincia no se cuenta con equipos de salud mental que acudan ante estos hechos urgentes y la única respuesta que da el Estado es el Código de Faltas y una celda de comisaría. Era ya de noche, se dispuso que a primera hora de la mañana lo trajeran al juzgado.

A la mañana siguiente, lo primero que me dijo al entrar, mientras giraba la cabeza observando la oficina fue:”¡qué lindo lugar señora!”. Le pregunté como lo había tratado la policía, me dijo que bien, que había conversado mucho con ellos pero que tenía hambre, no había comido nada el día anterior. Le dimos pan y mientras comía, tomamos unos mates y conversamos.

No terminó la escuela primaria, noté que era inmaduro para su edad; había sido detenido en otras dos oportunidades, pero “por falta no más”. Me dijo que estaba viviendo con una tía en Corrientes y que allí trabajaba en una cooperativa. Que venía los fines de semana a ver a su mamá y a sus hermanos porque los extrañaba.

Sobre el hecho de la noche anterior dijo que no era cierto de que se haya querido matar, que con esa soga había querido atar al perro que le había comido el “guisito” que estaba preparando con fuego para su mamá y sus hermanitos y que se había enojado por eso, nada más.

Era verborrágico, me contó que tiene 7 hermanos; que 4 ya son grandes, que casi no los ve y que los otros 3, dos nenas de 12 y 8 y el más chico de 6 viven con su mamá. Y que su mamá también cuida al hijo de una de sus hermanas porque ella está juntada con un hombre que no quiere al nene. Que al venir el día anterior de Corrientes no había encontrado a su mamá en la casita; que fue a buscarla a la casa del padrastro y que cuando llegó, desde la vereda, escuchó que su hermanita de 12 lloraba; que entró rápido y que se la encontró desesperada escapando de su padrastro. Que la agarró, la sacó de ahí y fueron hasta la casa de su mamá, que para ese entonces ya había regresado.

Le pregunté si le había contado el hecho a su mamá; me dijo que si, pero también que esta era una “historia vieja”. Que ya “el juzgado le había sacado sus tres hermanos” a su mamá. Y después de estar viviendo los chicos en 2 hogares, durante más de un año, “el juzgado se los devolvió” sólo cuando su mamá dejó al padrastro.

“Lo que pasa señora es que él le ayuda con plata a mi mamá”; ella cobra un plan y trabaja en una casa pero paga el alquiler del terrenito donde está el rancho y no le alcanza. “Mi mamá nunca pudo vivir feliz” dijo, se le cayeron unas lágrimas, se las secó con al buzo que tenía en la mano. Me contó que su mamá antes “trabajaba por la plata” y que ahora ya no hace eso porque está cansada. Que todas las parejas que tuvo siempre le pegaron y a ellos también; que le sacaban la plata que ganaba y que ellos siempre “la pasaron mal viendo así a su mamá”, que tuvieron muchas veces hambre y muchos días durmieron “de prestado”.

Los ocho hermanos tienen el apellido de la mamá.

Muy entusiasmado me contó que la madre lo había ido a ver a la comisaría a la noche y que le dijo que se iba a ir con él y sus hermanitos a Corrientes. Preguntó cuando iba salir; le contenté que inmediatamente. Se puso contento y se entusiasmó aún más, tenía que ir pronto a Corrientes a buscar un lugar para que viviera su mamá, sus tres hermanos y su sobrinito.

Son historias, como tantas otras, historias de una vulnerabilidad extrema. Historias que son absorvidas por el sistema judicial que queda perplejo e impotente ante semejante desprotección.

H.M es un pibe honesto, es buena gente. Es sensible y está profundamente comprometido con su familia; quiere algo mejor para su mamá y sus hermanos. Viene de una familia vapuleada por la marginalidad, por la desprotección absoluta y la única respuesta que le viene a dar ahora el mismo Estado que abandonó ya a su madre, es una causa judicial. Es sencillamente una ironía, una respuesta desproporcional y que en nada puede contribuir a mejorar la situación de H.M y su familia.

Historias......

sábado, 10 de mayo de 2014

JONY Y EL PESO DE LA JUSTICIA FEDERAL III

Por Rafael Elía

Jony vendía.

Su causa no era muy grande, tendría cien fojas
Tenía varias. Todas por lo mismo.
Me acuerdo cuando vino al juzgado a notificarse de la formación de la causa.
Nos miramos y los dos nos dimos cuenta que nos conocíamos.
Él no dijo nada, yo tampoco.

Jony vendía.

Lo agarraron en la calle principal, un poli y un municipal.
Y esto no es una canción de Calamaro.
Decía que un par de días no tuvo para aportar y le labraron el acta.
Que todos los que vendían estaban arreglados.
Era verdad, los dos lo sabíamos.

Jony vendía.

Unos días después vino a la indagatoria.
Tenía su bolso verde.
Lo acomodo abajo del escritorio de José.
Lo dejó entre las piernas.
Yo me dí cuenta; él también que yo lo había visto

Jony vendía.

No lo negó en la audiencia.
Dijo lo mismo, lo de la coima.
Y que lo que secuestraron era del otro pibe.
Al bolso lo miraba todo el tiempo, mientras declaraba.
Se fue y nos miramos cómplices. 

Jony vendía.

José nunca lo dudó. Y entendió lo del bolso
Intentó convencer al juez, que lo que hacía no era grave.
Me preguntó después, consternado, qué hacíamos ahí.
A la hora, lo encontré a Jony por la calle con el bolso.
A los dos nos costaba pronunciar high school musical.

Jony vendía.

Así lo dijo el procesamiento.
Yo ya sabía. Todas las tardes me lo cruzaba de vuelta a casa.
Siempre en el mismo lugar, con sus cd`s y películas en la mano.
Y parece que los demás también sabían.
En el juzgado, todos le compraban.




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