Por Rafael Elia
Era una mañana de abril, estábamos de turno y por un feriado se habían "acumulado" bastantes detenidos.
A medida que llegamos a la secretaría nos fueron asignando las causas. Las tareas repetidas: el reclamo del sumario a la seccional, el resultado de reincidencia; la certificación de la causa anterior (a ver si zafábamos y la mandábamos por conexidad), llamar a la defensoría y después sentarte tranquilo a “armar el hecho”.
La causa que me habían asignado era un robo en poblado y en banda, al menos estaba así en la carátula. Un hecho raro, en Palermo, un chico denunciaba que tres travestis le habían robado el teléfono. El relato era algo confuso, más que nada porque se notaba un esfuerzo del damnificado por aclarar dos o tres veces que pasaba por ahí yendo a no sé dónde, en compañía de no sé quién y que se le habían abalanzado para robarle el celular.
Describí un relato más o menos lógico, el secretario me dio el visto bueno; tenía los antecedentes listos; la defensora estaba dispuesta a cruzar la plaza; en fin, ya estaba todo listo para que empiecen las indagatorias.
El secretario me miró y me dijo: -bueno, pero los indagás al final del día. La orden fue lo suficientemente clara.
Me llamó la atención, mis demás compañeros, por algún motivo u otro, habían tardado más y no estaban listos.
Opción de discutir no tenía y aproveché el momento.
Como era costumbre y orden de quien mandaba, me puse a escribir el procesamiento de las tres -sí, también se generó discusión, si se les decía ellas o ellos-.
Fueron pasando las horas, todos indagaron a “sus presos” y recién entrando la noche subió la primera.
Mientras me contaba de una discusión por un pago, un par de insultos y el amague de una pelea que fue interrumpida por la policía, por adentro pensaba la frase que estaba en el disco rígido de la computadora y que próximamente se convertiría en papel:
Ese repetido slogan de su vano intento en mejorar su delicada situación procesal -como si no fuera lógico que quisiera hacerlo, como si no se tratara de eso el juego (es el proceso, estúpido, imagino que nos diría Bill Clinton).
Noté que las tres estaban muy cansadas al terminar sus declaraciones. Recuerdo su barba crecida, el maquillaje corrido y que tenían las rodillas como vencidas. Les dije después la clásica formalidad: que el juez iba a tener diez días para resolver que hacía con ellas –o bien cinco minutos, dentro de esos diez días- y hasta tanto iban a seguir detenidas.
Ya de noche, cuando el Palacio de Tribunales oscurece más y más minuto a minuto, nos sentamos todos a comentar el día en el despacho del Secretario.
Y ahí me enteré por qué me tocó indagarlas al final.
Como aquella vez que nos enseñaron que a los detenidos, antes, se les pegaba con la guía de teléfono porque “no dejaba marcas”.
Como aquella vez que nos enseñaron que a los detenidos, antes, se les pegaba con la guía de teléfono porque “no dejaba marcas”.
Mientras compartíamos el último mate del día, recibimos la lección:
-Vieron que en la unidad –nos dijo muy suelto- los días que hay muchos presos, los dejan esposados contra la escalera que hay ahí abajo. Los van subiendo de a uno y los otros esperan. Bueno... ¿Sabés lo que les duele a estos hijos de puta estar parados con zapatos de taco todo el día?
Por eso, nos enseñó: los travestis, siempre para el final.