miércoles, 6 de mayo de 2020

Estereotipos y resiliencias


Por Fernando Gauna Alsina

Nosotros tenemos la alegría de nuestras alegrías. Y también tenemos la alegría de nuestros dolores. Porque no nos interesa la vida indolora que la civilización del consumo vende en los supermercados. Y estamos orgullosos del precio de tanto dolor que por tanto amor pagamos. Nosotros tenemos la alegría de nuestros errores, tropezones que muestran la pasión de andar y el amor al camino. Tenemos la alegría de nuestras derrotas porque la lucha por la justicia y la belleza valen la pena también cuando se pierde. Y sobre todo tenemos la alegría de nuestras esperanzas en plena moda del desencanto, cuando el desencanto se ha convertido en artículo de consumo masivo y universal. Nosotros seguimos creyendo en los asombrosos poderes del abrazo humano.

Eduardo Galeano

Trabajo hace más de veinte años en el Poder Judicial. En tribunales. Así solemos llamarlo con familiaridad y cariño. Y no está mal. Que le tengamos cariño digo. Le –nos– pueden caber muchas críticas, podrá hacernos renegar, y en ocasiones doler, pero no deja de ser ese lugar donde pasamos una enorme parte del día. Y en mi caso, con muchos matices –y algunas recaídas–, tengo la suerte de hacerlo con alegría.

Compartí tiempo –y lo sigo haciendo– con gente enorme, valiosa y con sobrada empatía. Que sabe muy bien que la justicia penal no se trata de conceder o rechazar beneficios, sino de un verdadero servicio que, aun con pequeños gestos –un trato adecuado en mesa de entradas, una respuesta cálida a una persona privada de libertad que se comunica por teléfono o la escucha atenta de inquietudes, reclamos y llantos–, es capaz de reducir esa cuota intensa de dolor que el sistema penal reparte a mansalva sin preguntar, sin pedir permiso. Muchos/as de ellos/as son hoy amigo/as de la vida.

Aún así nunca pasé un día sin que me sintiera un extraño. Sin que me replanteara si tenía sentido continuar ahí. No soy más que nadie –ni menos que ninguno diría una jueza amiga– pero no está muy extendida la mirada crítica. Para una gran mayoría, si una persona fue detenida por algo habrá sido. No hay selectividad, no hay distribución desigual de castigo, ni otras formas de resolver los conflictos.

Tuve muchas –demasiadas– discusiones. Algunas buenas, con personas que quiero, y otras no tanto. No es sencillo convivir a contrapelo. Y yo no soy fácil. Vivo las cosas con pasión, y algunas veces me cuesta encontrar las palabras más adecuadas. Sobre todo, cuando un caso, una noticia o una fake news pone el debate en boca de todos/as, a toda hora y en todo lugar. No es saludable ser disidencia –garantista– en esos días.

Hace un par de años me tocó intervenir en un hecho gravísimo. Tristísimo. Tres chicos de 17, 15 y 13 habían sido detenidos por el homicidio de un policía. Le robaron el auto, descubrieron que era miembro de una fuerza de seguridad, y el más joven de ellos –el de 13– lo mató a quemarropa.

La suerte del caso estaba echada, y no admitía finales alternativos. Estaban perdidos. Eran irrecuperables. Ninguna acción del Estado –que no sea la privación de libertad– podía torcer –enderezar– sus destinos.

No le quité –y ahora tampoco– mérito al hecho. Era gravísimo. Ya lo dije. Los tres pibes merecían un reproche. Y bastante severo. Pero me resistía a la idea de la prisión o a la de cualquier otro eufemismo –la internación–, cuyo exclusivo desenlace sea el encierro. Todavía eran niños. El primer contacto con el Estado –en todas sus vidas ausente– no podía ser el encarcelamiento.

Me tocó participar de una audiencia con el más pequeño. El de 13. El que había matado al policía. Lo invité a sentarse, y noté que sus pies no alcanzaban el suelo. Que habría ocurrido en su vida –me pregunté– para que a tan corta edad tuviera un arma y disparara sin dudar, a sangre fría. Al finalizar la audiencia, no lo pensé demasiado –o quizás sí–, y me hice la pregunta en voz alta. Lo que, naturalmente, dio pie a una nueva discusión.

No me molesta dar el mismo debate. Tampoco efectuar las aclaraciones obvias. Que pienso en el dolor de las víctimas, y que no descarto que estos hechos merecen un reproche, pero que no puedo dejar de pensar en que tenemos que ofrecer respuestas más razonables –y constructivas– que la cárcel. Sobre todo, frente a pibes tan jóvenes.

Sin embargo, de vez en cuando me agota estar del otro lado. Del que disiente, que va contra la corriente, que sólo piensa en las y los delincuentes, y que alguna vez –y hago un fuerte mea culpa– le arruina un momento, un almuerzo, al resto. Y ese día, precisamente, el cansancio me ganó.

En medio del debate –y luego de oír en reiteradas veces que no me ponía en el lugar de las víctimas–, me avisaron que la señora del policía estaba en mesa de entradas. Ahora te quiero ver, alguno me dijo. Y no lo tomé a mal. Yo también me quería ver. Qué le podía decir –yo ¡un garantista!– a una mujer a la que un día antes le habían arrebatado a su compañero de vida.

Imaginé distintos escenarios, ensayé mil respuestas, y me decidí por una de ellas. Pero cuando la tuve enfrente no pude hablar. Tenía los ojos llorosos. Estaba destruida. Automáticamente, me invadió el comentario –la acusación– de que nunca me ponía en el lugar de las víctimas. Por lo que no la dejé pronunciar una sola palabra, y le dije que se quedara tranquila, que los tres jóvenes –los responsables del homicidio– estaban detenidos y que por un buen tiempo no iban a salir.

Levantó la mirada, y sin titubear me dijo: Yo no quiero eso. Y mi marido tampoco lo hubiese querido’’. Me contó que era docente, que conocía la realidad de los barrios, y que estos tres pibes –niños mencionó– merecían otras alternativas. Que aún estaban a tiempo de llevar otra vida, y no podíamos robarles esa oportunidad.

Le di mi impresión del caso, hablamos un poco de la vida, y se fue. No la volví a ver. Pero recuerdo siempre esas palabras, que recojo como un mensaje de paz, cuando me estoy a punto de agotar.  

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