domingo, 30 de junio de 2013

La superficialidad de los hechos (mi primera declaración testimonial)
Por Zaffarancho



Nunca voy a olvidar la primera declaración testimonial que tomé. Allá, lejos y hace tiempo. Cuando iniciaba mi derrotero en el sistema judicial. Precisamente, en una fiscalía en lo criminal y correccional federal. Era joven, tenía muchas inquietudes, y recién estaba cursando el primer año de la carrera. Creía tener cierta “vocación de justicia”. 


Hacía poco tiempo que había dado ese gran paso. El que distingue a los “pinches” del resto de los empleados de la oficina. Había dejado atrás la mesa de entradas. Ese lugar de arduo trabajo, ajetreos estresantes, corridas constantes y pocas retribuciones. Ingresaba en el misterioso mundo del despacho de expedientes. En la comodidad de trabajar en un escritorio ubicado en algún recóndito sector de la fiscalía. Ya nadie podría estorbarme con molestos pedidos de fotocopias o funciones afines. 

Por ese entonces, la gran mayoría de los sumarios que tramitaban en la fiscalía versaban sobre investigaciones vinculadas con infracciones a la ley de drogas. Pero la peculiaridad, era que el común de las "pesquisas", lejos del imaginario social -y el mío-, se concentraba en infracciones al último de los tipos penales previstos en la norma: la tenencia de material estupefaciente destinado "inequívocamente" al consumo personal. Un nombre grandilocuente para describir la acción de fumarse un porro. 

Y eran muchas. Demasiadas. Las causas digo. Podían cambiar los protagonistas, los lugares, y algunas circunstancias. Pero a poco que me encerraba en la lectura de los expedientes que me habían asignado, el nudo de las historias era siempre el mismo:

"Dos policías detenían a un grupo de personas en la vía pública, que habían hecho movimientos “sospechosos” al percatarse de su  presencia. Y cuando la requisa llegaba, el hallazgo. Un “cigarrillo de armado casero de picadura de marihuana”. A medio fumar, claro. Con suerte, algún resto adicional de esa peligrosa sustancia. Luego, todos a la comisaría más cercana. Habían cometido un delito en flagrancia." 

Los sumarios terminaban ingresando en la fiscalía al amparo del art. 353 bis del CPPN. Para nosotros, la madre de todas las leyes. Algo así como el primer mandamiento para los cristianos. Pero para colmo de males, quien dirigía la fiscalía en aquella época había decidido investigar a fondo este tipo de conductas criminales. Hasta había diseñado un esquema de trabajo.

En primer lugar, el peritaje químico de la droga incautada (si es que había quedado algo). Luego, la declaración testimonial de los policías que habían intervenido. Debían ratificar el acta de procedimiento (cuando digo “ratificar”, me refiero exclusivamente a eso; es decir, prácticamente un acto de reconocimiento de firma). Y por último, una de las pruebas más comprometedoras para los delincuentes, cuando menos para el Fiscal: la declaración de los testigos del procedimiento.

Y esto me lleva al quid de esta historia. Justamente, la primera declaración que tuve que tomar, fue a uno de esos testigos. Recuerdo los nervios que tenía mientras esperaba su llegada. Quién vendría? Cómo sería? Tendría buena predisposición para responder a mis preguntas? Miles de interrogantes pasaban por mi cabeza.

Y cuando finalmente llegó, me encontré -para mi sorpresa- con un pibe de mi edad, algo asustado por la situación, que bien podría haber sido mi compañero en la escuela. 

En fin, después de tomar sus datos y cumplir con las formalidades del acto, empecé con las preguntas. Y no hicieron falta demasiadas. Me confirmó de entrada que efectivamente había observado el momento en que el personal policial incautaba el material estupefaciente en poder del imputado ¡Bingo! Ya había cumplido con mi objetivo. Un excelente comienzo para un principiante. Seguramente recibiría el reconocimiento de mis compañeros.

Sin embargo, el relato no acaba aquí. La historia no era tan simple. El muchacho, ya más relajado, me narró la verdad de la milanesa: los datos que no habían sido volcados en el acta de procedimiento.

Estaba junto al imputado (en rigor, un amigo suyo) fumando un porro a la vera del rio, charlando quién sabe de qué, cuando llegó la policía y los requisó. No encontró ningún elemento adicional, pero les secuestró lo que quedaba de ese cigarrillo. Y para validar el operativo, una idea genial. Sindicaron como imputado a quien técnicamente “tenía” el cigarro, y como testigo, a su acompañante; aunque, claro, sin revelar que ambos formaban parte de la misma “ronda”.

Por supuesto que estas circunstancias -las "adicionales"- no quedaron plasmadas en su declaración. Según me dijeron, habrían de complicar el trámite de la causa. De modo que terminé de escribir la versión superficial de los hechos, le pedí que firmara al pie del acta y estreché su mano. Se fue apurado. Casi sin saber qué acababa de hacer.

Nunca más supe de él. Mucho menos, sobre el desenlace de la causa. Pero estoy seguro que, al día de hoy, testigo e imputado siguen siendo buenos amigos.

martes, 25 de junio de 2013

El peso de la justicia federal

POR RAFAEL ELÍA

Un Juzgado Federal. Sí. Un Juzgado Criminal y Correccional Federal. 

Con lo que eso significa: recursos, edificios coquetos, gente elegante y linda, autos importantes estacionados, todo eso y un poco más.

La historia es sencilla. Una empleada del juzgado estaba notificándole a un imputado en una causa de una organización internacional vinculada al narcotráfico a gran escala y advirtió que no sabía leer. La casualidad quiso que apareciera justo en mesa de entradas un abogado a quien en el momento de aportar su DNI para cooperar con la notificación; se le cayó un papel en el que tenía el número de CBU de un importante allegado a un funcionario nacional por una licitación de una empresa extranjera y a partir de ello, en cuestión de minutos, se originó una gran investigación de corrupción que involucró a un grupo de sectores poderosos.

¿Están realmente prestando atención? ¿No les hablé de un juzgado federal? Olvidemos Hollywood. Esto es América del Sur, bien al sur.

Alrededor del mediodía; ocurrió el problema del imputado que no sabía leer y la búsqueda del testigo. La causa era, como no podía ser de otra manera, algún problema con el registro de automotor y el certificado 08, un billete de cien pesos falso o la erradicación de numeración de un arma (nunca voy a olvidar la cara de desazón de mis hermanas, el día que les conté realmente qué tipo de causas tramitábamos).

En esa época, pedíamos siempre al bar de “Cacho” que quedaba a la vuelta. Todos los días nos traía el delivery un pibe, de unos veinte años, lo recuerdo bastante callado. 

Ese día, llegó al juzgado y tuvo mala suerte. Siempre tenés mala suerte si caíste en un juzgado federal (en algunos más que otros). 

A alguno se le ocurrió pedirle el DNI para que saliera de testigo y el pibe accedió. A decir verdad, mucha opción no tenía.

Nunca imaginó el ojo entrenado de los empleados del fuero mas especial de todos.

Dentro de la oficina, mientras el pibe esperaba afuera de la mesa -tenían prohibido entrar a la secretaría- uno que pasaba por ahí, agarró el documento, lo analizó en un segundo y concluyó: Es falso.

El DNI es falso, afirmó y se lo llevó a la secretaria, en quien inevitablemente encontraría eco favorable.

Los demás nos quedamos mirando, nos sorprendió un poco. Si no recuerdo mal, el documento estaba un poco estropeado, como si lo hubieran lavado.

Y con la velocidad con la que actúa la justicia, comenzó una discusión: no de qué correspondía hacer, sino de cómo correspondía hacer lo que inevitablemente había que hacer, esto es, detenerlo por su flagrante delito.

Se llamó a los custodios, que comenzaron a diagramar el pseudo operativo, se avisó al secretario de la otra Secretaría que estaba de turno y en ese lapso pasaron diez, quince minutos.

El pibe en la mesa, o se le enfriaban los pedidos o tenía que seguir repartiendo o advirtió algún movimiento poco discreto de la revolución emocional que se había generado en el juzgado con la posibilidad de jugar un rato al policía y al ladrón.

Y se dio cuenta. Se ve que calle no le faltaba. Reaccionó, salió corriendo, bajó la escalera y se dio a la fuga rápidamente por la calle lateral.

Desde la ventana pude ver como lo seguía de atrás el policía acomodando su panza en el cinturón.

No lo alcanzó. 

Igual, su DNI falso había quedado ahí e incluso se había fugado! Ganarle, sería cuestión de tiempo…

Tiempo judicial, claro. En la repartija de sorteos dentro de las secretarías del mismo juzgado, así como la garantía del “Secretario natural”; los testimonios del episodio le llegaron a un secretario un poco más centrado o medido.

Se discutió durante un tiempo si había que allanarlo y mandarlo a detener. Para peor habían descubierto que el pibe tenía una causa por tenencia simple de estupefacientes en otro juzgado. Mientras duró la disputa “actuarial” la causa siguió tramitando.

El tema fue perdiendo interés.

Hasta que alguien comentó durante el almuerzo, meses después, que los peritos habían determinado que el DNI era verdadero. Todos siguieron como si nada.
Un juzgado federal. Efectivamente, un juzgado criminal y correccional federal.

viernes, 21 de junio de 2013

Una cuestión de perspectivas (basada en hechos reales)

Por Fernando Gauna Alsina

"Tené cuidado. Son todos malandras". Fueron las últimas palabras que oí antes de subirme al móvil policial. No lo recuerdo bien, pero entre el tránsito y los inconvenientes usuales de los automóviles de la fuerza -cuando menos los que utilizaban en ese entonces-, habremos estado en viaje alrededor de dos horas. Lo suficiente para hablar de espacios comunes -criticarlos por supuesto- y de las labores diarias de cada uno. 

A la altura de José L. Suárez, a menos de diez o quince minutos de llegar, ocurrió lo que tanto había temido -Bah.. tampoco tanto, pero no me viene a la mente otra palabra para darle drama a este relato-. El Cabo, de lo más ingenuo y espontáneo, me preguntó por qué lo estábamos acompañando. No lo dije antes, pero no viajaba sólo. Lo hacía también un colega y amigo, pero en lo que hace a esta historia; un funcionario más. Parecía que la cosa no era sencilla. Por lo menos, para quienes nos daban órdenes. 

Escapé de su pregunta con respuestas fáciles y usuales. Las mismas que, en su propio ámbito, utilizan los jugadores de fútbol luego de un partido difícil. Cuando los periodistas los increpan de manera de recabar un testimonio que genere escándalo en el vestuario y les sirva para alimentar el rating de sus programas diarios. Hablé de profesionalidad, compromiso, gestión, etcétera. Hablé tanto, que hasta me lo creí. Lejos habían quedado los comentarios críticos -y hasta ofensivos- sobre la actuación policial de la noche anterior. En definitiva, el motivo por el que estábamos ahí...

Llegamos. Y fue díficil. Nos encontramos -en rigor de verdad, hablo por mí; ellos habían estado la noche anterior- con un barrio de lo más marginal. Casas rudimentarias, calles de barro que, con suerte, conducían a algún lado. Las demás finalizaban en nada. Y cuando digo nada, es nada. Pozos, grietas y caminos a medio hacer, que obligaban a detener la marcha. Como les había sucedido, dicho sea de paso, a los agentes en la persecución frustada de la noche anterior. Las sospechas se desdibujaban..

Se detuvo el auto. Era la casa. Ingresamos; orden de allanamiento mediante, claro. Y encontramos droga. Y en cantidad, debo confesarlo. De aquélla que -aún- reprime la ley. Varios panes de marihuana, en el fondo de la morada -si podía llamarse así a un conjunto de chapas-. Pero no encontré "malandras". Y tampoco tuve que tener "cuidado". Me topé con dos personas amables y humildes, que convivían en la extrema pobreza. Si algún delincuente había pasado por la casa no lo hallamos.      
               

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