Por Fernando Gauna Alsina
“Nadie es uno de los actos de su
vida.
Por horrendo o santo que haya sido.
Ningún acto nos define para siempre.”
José Pablo Feinmann
Esta historia
está dedicada a mis compañeros de Pensamiento
Penal.
Por brindarme
su amistad y enseñarme a diario que es posible
–o al menos
vale la pena imaginar– una administración
de justicia menos
violenta y más justa.
No hacía mucho que ejercía la
magistratura. Un año o dos. Más no. Venía de afuera.
Cliché con el que empleados, funcionarios y jueces catalogan a quienes no hemos
hecho la carrera. Parece mentira pero el hecho de no
haber atendido una mesa de entradas o cosido un expediente constituiría una falta
grave –casi de ofensa– para la
corporación judicial.
¿Cómo puede ser
que Fulano sea presidente de un tribunal
cuando siquiera
tiene idea de lo que es hacer un archivo?- Decían por ahí.
Qué disparate. Como si haber pateado
tribunales con el calor más asfixiante; visitado cantidad de cárceles; litigado
en todas las instancias; trabajado hasta el cansancio por la libertad de un
defendido –porque a quienes ejercen la profesión sí le corren los plazos–; y
mirado los ojos llorosos de imputados, víctimas y familiares después de recibir
una respuesta poco favorable –muchas veces de lo más injusta–; no signifique
nada. Me fui por las ramas.
Me habían pedido que cubriera una
vacante en otro tribunal. Nada complejo –me dijeron– una audiencia muy sencilla por un
asunto de ejecución penal. Llegué alto temprano. Lo suficiente para
compartir un café y hablar del partido de Boquita con el Fiscal. Un acto de catarsis que
se me estaba volviendo costumbre todos los lunes. Pero esa es otra historia.
Luego se sumaron los otros jueces y,
escasísimos minutos después, un empleado con la novedad que el detenido había
llegado. Y antes de comenzar, el primer traspié. No llevaba corbata. Y no
fue algo casual. Tampoco un homenaje a nuestro flamante Ministro de Economía.
Hacía rato que había dejado de usarlas. Sinceramente no sé por qué. Aunque
tampoco encuentro argumentos de peso, cuanto menos razonables, para que lo
haga. Mucho menos para hacer lo que sigue.
-Doctor…olvidó su corbata –Me dijo una de mis colegas.
Y siguió: Pero no se
preocupe. Puedo prestarle una. En mi tribunal –porque para muchos jueces los
tribunales son de ellos– el Defensor rara vez usa.
Así que siempre tengo una de más en mi despacho, cosa de no tener que suspender
la audiencia.
Sí, escucharon –o más bien leyeron– bien. Parece que este buen hombre –y
servidor público– era capaz de
decirle a testigos, partes y al detenido que ese día no se celebraría el juicio
porque un defensor no llevaba corbata. Increíble… el Poder Judicial no dejaba
de sorprenderme.
Superado este obstáculo, porque mi
mirada no hizo necesaria respuesta alguna, se inició la audiencia. Y era
cierto. Como me lo habían adelantado mis colegas, era un caso sencillo. Una
persona condenada a diez años de prisión, que ya había cumplido siete privada
de su libertad, solicitaba un pedido de salidas transitorias: el primer paso,
el punto de partida, para que una preso inicie su regreso al "mundo
libre". En concreto, escapadas de algunas horas para trabajar, estudiar,
visitar a la familia… qué se yo. La lista es interminable luego de tanto tiempo
de encierro.
Pues bien. Reunía los requisitos que
exigía la ley y tenía dictamen favorable del equipo técnico del servicio
penitenciario. Un afortunado. No es algo que suceda siempre. El servicio no
regala nada. Evidentemente, este muchacho, por algún error del sistema y a
diferencia del 70% de las personas que abandonan un establecimiento penal, se estaba resocializando. De manera que,
sin dudarlo, voté a favor de que se haga lugar al pedido. Ni el juez más duro
-por lo menos así lo creía yo– hubiese
hecho otra cosa.
Sin embargo, mis colegas, al unísono
y como si conociesen el caso de toda la vida, votaron por la negativa. Los
miré totalmente desconcertado y volví sobre el expediente en busca de algún
dato que se me hubiere pasado. Nada.
Entretanto, al detenido lo
regresaban al camión que lo devolvería a prisión, y su abogada (que también era
su esposa y la madre de su hijo) cerraba su bolso y permanecía callada. La noté
dolida, pero firme. Como si hubiese conocido de antemano la decisión.
No era mi caso. Insisto. Estaba
desconcertado. Volví a mirar a mis colegas y casi obligados a darme una
respuesta, dijeron:
-¿Qué
esperabas? Es reincidente. Qué garantías tenemos de que
vaya a respetar
los términos de las salidas. Tiene que seguir adentro.
No lo podía creer. A ver. Era cierto.
Este muchacho había sido declarado reincidente.
Pero hacía más de diez años, al punto que ello había sido uno de los motivos
por los cuales la condena había sido de cumplimiento efectivo y, como tal, la
razón por la que había vuelto a prisión.
Hoy era estudiante, padre, esposo y
si le hubieran permitido salir unas pocas horas semanales, empleado en una
mutual. Cómo podían seguir insistiendo en algo que había ocurrido hace más de
una década.
Me acerqué a su esposa, su abogada.
Y antes de que pueda decir algo, me miró y dijo: -Tranquilo doctor. Juan lleva siete
años preso. Casi la edad de Pablo, nuestro hijo. No es la primera vez que estos
señores me rechazan un pedido como éste. Aunque debo admitirlo. Esta vez me tenía
algo de fe. Pero bueno, es así, con estos tipos hay que leer siempre
entrelíneas. Me equivoqué…Terminó de acomodar sus cosas y abandonó
la sala de audiencias.
¿Se equivocó?... Algo me estaba perdiendo. Volví a mi
despacho y me puse a leer todos los legajos de Juan. Y lo encontré.
Hacía un par de meses su esposa había intentado el
mismo pedido. Pero para ese entonces Juan, que llevaba casi siete años preso,
no tenía una condena firme. Había alcanzado los requisitos para salir
transitoriamente pero aún la justicia no había resuelto de manera definitiva su
situación. Ante ese panorama, estos mismos jueces le rechazaron la solicitud porque
todavía no era –estrictamente hablando– condenado. Aún estaba procesado y,
como tal, no podía beneficiarse con salidas transitorias, pues se trataba
de un instituto propio del régimen jurídico de los condenados.
Puff… Que dificultad para ver más allá de una categoría,
de una etiqueta. La ley podrá decir muchas cosas, pero la realidad es una sola.
La prisión no distingue. A todos estigmatiza por igual. Y si de diferencias se
trata, que ofensa al sentido común. Este pibe era inocente jurídicamente –porque
aquél que no tiene condena firme lo es– pero mereció un trato más severo. Curioso razonamiento.
En fin, la cosa es que Juan y su esposa habían
decidido dejar de impugnar su condena y que quedara firme. Si el obstáculo era
su condición de procesado –de inocente–
otra cosa no podían hacer. Mal que les (nos) pese, ningún Tribunal iba a
revocar una condena que llevase a cuestas una persona detenida hacía casi siete
años. Quién iba a pagar el costo. Nadie. Bah… claro que alguien lo iba a pagar.
Y lo hizo.
Antes no pudo salir transitoriamente porque aún era procesado. No era un condenado. Al menos con todas las letras. Y cuando finalmente lo fue, a costa de sacrificar
su inocencia, tampoco fue suficiente.
Lo
que sucedió aquí –ahora– es evidente. Juan nunca
fue una persona que cometió un
delito. Tampoco era hoy estudiante, padre o esposo. Para los ojos de estos jueces fue, es y será un delincuente. Si así razonan los jueces de carrera, prefiero
seguir siendo de afuera.
Terrible relato...
ResponderBorrarGracias Fernado en nombre de Edgardo, Lionel y Analia, por tu tiempo, tu esfuerzo y compania. Gracias a la Revista Pensamiento Penal, por la presencia en la causa!!!
ResponderBorrarExcelente relato. Lo he visto en casos de la UP 4. Es tan lamentable que casos así sigan sucediendo! Pero insisto: excelente relato. Mis felicitaciones.
ResponderBorrarChe muy bueno (y q terrible hechos como lo de la corbata o q la categoría de procesado sea igual o peor q la de condenado en muchos casos). Ojalá cuando se hagan reclamos de justicia también se hagan reclamos por una justicia social, en donde no haya sólo archivos números y categorías.
ResponderBorrarabrazo!
Cruz