Por Rafael Elia
El mito dice que lo clavó de una.
Así, sin pensar.
Volvió del comparendo y le metió el puntazo que le atravesó el hígado.
El tipo en la indagatoria había confesado el homicidio.
Y no como era común en la época, era una confesión sincera, destacaban.
Lo raro fue que le había echado la culpa a un empleado del juzgado.
Sin nombrarlo, claro, porque no lo conocía.
Sólo dijo que había fallado en su función.
Todos se volvieron locos los días siguientes intentando descifrar qué tenía que ver o cuál era el mensaje que quería dar.
Los testigos decían que el agresor y el agredido ranchaban juntos hace años. Que nunca hubieran imaginado una reacción así.
Eran como hermanos, dijo uno.
Años después, en el juicio, el tipo se había soltado a hablar y se descubrió la culpa del empleado.
Contó que había ido a un comparendo y había un pibe que estaba buscando documentación en unos sobres.
Y pudo ver la caja donde estaban guardados los efectos.
En un sobre marrón, se veía un nro. de causa, el nombre y apellido de su amigo fallecido y abajo decía: ”S/violación”.
Que no pudo soportar la traición de su amigo y la locura de los códigos y todo eso lo llevó al facazo.
Con el tiempo, supo que ese sobre estaba mal confeccionado. Que la causa de su amigo era un robo.
Que algún empleado había re-aprovechado el sobre de una causa vieja, por ahorro o comodidad.
Y si bien le agregó el nombre nuevo; se olvidó, sin querer, calculaba, de borrar el delito.
El tipo sigue en cana, decían entre risas, se va a pudrir ahí dentro.
Y todo por ese pibe que puso mal el sobre.
La historia me la contaron la segunda o tercera vez que fui a hacer el archivo cuando entré a tribunales.
Durante un tiempo me la creí. Después ya no.
Había algo atrás.
Meter las cosas en un sobre prolijo, escribir bien un recibo, tener simétricamente apiladas las causas, vaciar la panera y estar bien afeitados.
Eso era lo importante…
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