sábado, 20 de septiembre de 2014

JUECES QUE GARANTIZAN EL PREJUICIO

(Nota del Editor: Esta es la primera -y no sé si será la última- historia real en "Malandras". Esperamos con ansias que sea leída en el conurbano bonaerense)

Por Fernando Gauna Alsina

Edgardo cumple una condena de diez años de prisión. Un Fiscal lo llevó a juicio por la comisión de los delitos de robo agravado, portación ilegal de un arma de fuego y encubrimiento. No conozco en profundidad su caso. Pero su sentencia quedó firme. Por lo que debo presumir –al menos eso me dice la ley– que en algún momento robó, tuvo un arma y ocultó objetos que otro había obtenido en un hecho ilícito.

Edgardo lleva un poco más de siete años viviendo en prisión. Aunque siempre me enseñaron que las personas privadas de su libertad –y de tantas otras cosas más– no viven, sino que se “alojan” en prisión. Aún recuerdo la redacción de mi primer telegrama dirigido al director de un complejo penitenciario pidiendo el traslado de una persona detenida. Tuve que escribir “alojado en la unidad a su cargo”. Qué se yo. Tal vez no exista una palabra más apropiada, pero alojado significa hospedado. Y todos sabemos bien que los presos están muy lejos de ser huéspedes.  

Edgardo tiene un hijo. Creo que de siete años. Y está casado con Analía. No sé cuándo la conoció. Me refiero a si lo hizo antes o después de quedar encerrado. Pero en cualquier caso, imagino que el encarcelamiento debe haber hecho las cosas más difíciles. Y digo imagino, porque nunca puse un pie en una prisión. En más de diez años de trabajo en el Poder Judicial jamás tuve que hacerlo. Tampoco mis compañeros. Y no he visto que lo hayan hecho muchos de los funcionarios y jueces del fuero en el que trabajé. Qué curioso. Enviamos gente a la cárcel y decidimos cuánto tiempo deben permanecer ahí –pues de eso se trata la pena– pero nadie nos exige conocerla. 

Analía es abogada. Su abogada. No la conozco personalmente, pero me consta que es aguerrida y que no claudica. Nos pidió ayuda en su caso. Porque también es suyo. La ley dice que la pena no debe trascender a la persona del “delincuente”, pero lo hace. Si no pregunten cuán humillante y vejatorio puede ser una requisa, o cuánto duele saber –y espero aquí no perder su atención– que un ser querido pasará sus días en un lugar donde abundan las privaciones y nada podrá hacer por reparar cualquier ofensa o daño que haya causado a una víctima. 

Edgardo había reunido los requisitos que exigía la ley y solicitó ejercer su derecho a salir transitoriamente. Pero los jueces de la Sala I de la Cámara de Garantías de Lomas de Zamora dijeron que no. En ese entonces era procesado –su condena no estaba firme– y la ley sólo preveía ese derecho para los condenados. Y es cierto. Aunque esa misma ley –en rigor, la más importante de todas– también establece que la cárceles serán sanas y limpias. Y yo no soy juez. Y tampoco puse un pie en una prisión. Ya lo dije. Pero a esta altura, es una verdad de Perogrullo, y perdonen mi francés, que en cualquier unidad penal la cucaracha más pequeña te pide upa

Estaban desconcertados. Si la vida en la cárcel era la misma –la que lleva un procesado y un condenado– qué razón tendrían los jueces para aferrarse a una categoría legal. ¡A una falacia sin anclaje en la práctica!

Con todo, no perdieron las esperanzas. Si ése era el obstáculo, sólo debían hacer lo (im)posible por quitar esa etiqueta; esa venda –que como cualquier otra imagen de la justicia– impedía que la mirada de los jueces rebasara una de las tantas ficciones que establecía la ley.

Así que sin dudarlo, desistieron de su derecho al recurso y dejaron la sentencia firme. Yo hubiese hecho lo mismo. Difícilmente –por no decir nunca– un juez hubiere revocado una condena a diez años, que llevaba a cuestas a una persona cumpliendo la pena hacía siete. Y digo cumpliendo, porque el encarcelamiento preventivo, más allá de cualquier tecnicismo, no es más que un adelanto de la pena.

En fin, a pesar de todo, es decir, luego de haber resignado un derecho convencional y constitucional –como lo es aquél que prevé que otro Tribunal revise una sentencia condenatoria– y, lo que es más grave aún, por la sola razón de tener que consentir un capricho –o en rigor, una arbitrariedad– de parte de estos distinguidísimos integrantes del Poder Judicial; volvieron a recibir una respuesta desfavorable.

Aunque ahora sí debo darles la derecha a estos jueces –la izquierda no me lo habrían aceptado– y reconocer que se quitaron las vendas o, en verdad, las máscaras.

Dijeron que Edgardo era reincidente, que había vulnerado en el pasado una libertad condicional y que, por ende, no tenían garantías de que vuelva a respetar y honrar la ley. Y es cierto, había sido declarado reincidente y –también–  vulnerado su libertad condicional.

Pero lo curioso aquí –y en esto no se detuvieron los jueces– es que eso había ocurrido hacía más de siete años y constituido una de las razones por las que había vuelto a prisión. Actualmente, insisto, reunía los requisitos que exigía la ley, entre éstos, el aval del Servicio Penitenciario –supuesto que no ocurría muy a menudo– y pretendía “reintegrarse a la sociedad” y volver a compartir –por qué no– tiempo con su familia.

¿Acaso no saben estos hombres de derecho que el ingreso a una prisión no despoja a las personas –o por lo menos no debería hacerlo– de la protección de las leyes?

¿Acaso desconocen que la Constitución no se detiene en los muros de una cárcel y que las personas privadas de libertad siguen siento titulares de derechos?

Justamente, es eso lo deberían procurar los jueces, sobre todo si integran un tribunal que dice ser de garantías, antes que aferrarse a un prejuicio. Y digo prejuicio, porque lo que verdaderamente demuestra esta decisión es que, para algunos integrantes del servicio público de administración de justicia, las personas privadas de su libertad nunca –pero nunca– dejarán de ser “delincuentes”.

Edgardo Matías Nodar sigue en prisión. Aunque por suerte, está a la espera de una nueva resolución. Porque valga mi reconocimiento para los integrantes de la Sala Segunda de la Cámara de Casación Penal de la provincia de Buenos Aires –Carlos Alberto Mahiques y Fernando Luis María Mancini– quienes el 17 de julio pasado revocaron la decisión de los magistrados de Lomas de Zamora y devolvieron el caso a la Cámara de Garantías para que “por intermedio de jueces hábiles se dicte una nueva resolución ajustada a derecho”.

Han pasado casi dos meses. ¿Será que es difícil encontrar jueces hábiles en Lomas de Zamora?

jueves, 3 de julio de 2014

PASTA


Por Rafael Elia

El mito dice que lo clavó de una.
Así, sin pensar.
Volvió del comparendo y le metió el puntazo que le atravesó el hígado.

El tipo en la indagatoria había confesado el homicidio.
Y no como era común en la época, era una confesión sincera, destacaban.

Lo raro fue que le había echado la culpa a un empleado del juzgado.
Sin nombrarlo, claro, porque no lo conocía.
Sólo dijo que había fallado en su función.

Todos se volvieron locos los días siguientes intentando descifrar qué tenía que ver o cuál era el mensaje que quería dar.

Los testigos decían que el agresor y el agredido ranchaban juntos hace años. Que nunca hubieran imaginado una reacción así.

Eran como hermanos, dijo uno.

Años después, en el juicio, el tipo se había soltado a hablar y se descubrió la culpa del empleado.

Contó que había ido a un comparendo y había un pibe que estaba buscando documentación en unos sobres.
Y pudo ver la caja donde estaban guardados los efectos.
En un sobre marrón, se veía un nro. de causa, el nombre y apellido de su amigo fallecido y abajo decía: ”S/violación”.

Que no pudo soportar la traición de su amigo y la locura de los códigos y todo eso lo llevó al facazo.

Con el tiempo, supo que ese sobre estaba mal confeccionado. Que la causa de su amigo era un robo.
Que algún empleado había re-aprovechado el sobre de una causa vieja, por ahorro o comodidad.

Y si bien le agregó el nombre nuevo; se olvidó, sin querer, calculaba, de borrar el delito.

El tipo sigue en cana, decían entre risas, se va a pudrir ahí dentro.
Y todo por ese pibe que puso mal el sobre.

La historia me la contaron la segunda o tercera vez que fui a hacer el archivo cuando entré a tribunales.
Durante un tiempo me la creí. Después ya no.

Había algo atrás.

Meter las cosas en un sobre prolijo, escribir bien un recibo, tener simétricamente apiladas las causas, vaciar la panera y estar bien afeitados.

Eso era lo importante…

sábado, 24 de mayo de 2014

Carlitos y la (in)seguridad

Por Sandra Saidman

Debió levantarse muy temprano ese día. La audiencia era a las 7,30 hs. Mientras se preparaba unos mates pensaba qué se pondría para ir. Hacía calor y una remera hubiera sido lo ideal. La más nueva era la del “Che”, la que su hermana le había traído de Cuba. Se decidió por la camisa que tenía, iba a estar más presentable. Se apuró y le pasó la plancha, se puso un jean, zapatillas y salió. No conocía ese lugar, era la primera vez que iba a un juicio. Se preguntaba si sería como en las películas.

Carlitos era buen pibe, criado en un barrio de laburantes, era el menor de tres hermanos. Su vieja había muerto cuando era chico, su padre nunca les dio mucho artículo. Junto a sus hermanos, había sido criado con el abuelo, una tía y un tío hermanos de su madre.

El abuelo de Carlitos había sido socialista, jugaba al ajedrez y leía mucho. Su casa era la casa de Carlitos y sus hermanos. Ahí encontraban la familia que su viejo no pudo sostener cuando murió su mamá. El tío de Carlitos era comunista. Todavía recordaba las discusiones del abuelo y él.

Ya habían pasado más de quince años desde la muerte de su abuelo pero todavía lo extrañaba. Y a pesar de tener casi treinta, no podía ordenarse, hacía poco había conseguido un trabajo estable. En un tiempo había ido al sur a trabajar, allá ganaba bien. En unos meses se había podido comprar ropa y hasta una computadora, pero volvió. Extrañaba el Chaco.

De su abuelo le quedó grabado: “nosotros no somos más que nadie y tampoco menos que nadie”. Él les había enseñado humildad y solidaridad, pero también todos tuvieron claro las diferencias sociales. A pesar de tener ya treinta, todavía en la familia le decían Carlitos. Había sido el consentido del abuelo y así no se le exigió nada, ni siquiera que terminara el secundario.

Su vuelta del sur cansó a los tíos. Decidieron suspenderle la ayuda y dejar que Carlitos al fin madurara y comenzara a resolver su vida. Consiguió trabajo y una amiga le prestó una casa para que viviera ahí mientras se la terminaba de construir y de paso la cuidara.

Allí estaba esa mañana, en el patio trasero. Había colgada con alambres una media-sombra entre la entrada de la casa y ese patio; él estaba sentado detrás, a un costado. En un momento vio a dos pibes, de esos que andan ofreciendo bolsas de basura, de diecisiete o dieciocho años más o menos; los observaba callado mientras seguía tomando mate. Enseguida se dio cuenta de que no lo habían visto.

Los chicos se detuvieron frente al portón, miraban hacia dentro; uno comenzó a trepar el portón, el otro vigilaba. Carlitos agarró una tabla que tenía a mano y la golpeó fuertemente sobre un tacho lleno de agua; provocó un estruendo, el pibe que ya estaba arriba de la reja se asustó y se subió al muro del vecino, todo sucedió en segundos. Cuando ya estaba trepado al muro se escuchó un disparo y el chico cayó. El vecino lo había matado.

Había pasado más de un año desde ese día y todavía no encontraba muchas respuestas. Todavía pensaba qué tipo de persona tenía un arma preparada para disparar en su casa; qué tipo de persona podía matar por esa razón a alguien si con un grito hubiera bastado para que los dos pibes salieran a correr. Todavía no entendía qué había pensado ese hombre que podía hacerle un pibe pobre, flaco y tonto que andaba vendiendo bolsas y de paso, a “la caza” de algo. Todo le seguía pareciendo irreal y sentía mucha pena.

Era una vida, una vida joven terminada por una reacción desmesurada de un tipo de esos para los cuáles una cartera vale más que una vida. Se preguntaba si el tipo no sabía que los pibes nacen buenos; si no entendía que por algo salen a robar. Siempre se respondía lo mismo: no hace falta sufrir privaciones, hace falta ponerse en el lugar del otro y comprender que las diferencias son las que llevan a los pibes al delito y como le decía su tío, en un sistema injusto, siempre pierden los mismos.

No podía sacarse la imagen del chico caído en el suelo, sangrando; se veía él que tantas veces había hecho desastres en el barrio; no de malo, no por delincuente, por pendejo no más.

Ahora un tipo de traje le preguntaba si juraba decir verdad....


jueves, 15 de mayo de 2014

H.M, historias, como tantas otras.


Por Sandra Saidman
(Agregado del Editor: 
jueza excepcional, amiga y compañera 
en la empresa reductora del poder punitivo)


Al avisarme de la detención, el oficial a cargo me informó que el muchacho, de 20 años, vivía en Corrientes, que había venido a ver a su madre por el fin de semana, que había provocado desórdenes en la casa y que al ingresar el personal policial le sacaron una soga con la que, aparentemente, había intentado suicidarse colgándose de un árbol en el patio. Que estaba “descontrolado”, “muy agresivo”; que la madre les había dicho que siempre hacía estos problemas cuando venía de visita. “El muchacho no es normal” dijo el oficial. 

En la provincia no se cuenta con equipos de salud mental que acudan ante estos hechos urgentes y la única respuesta que da el Estado es el Código de Faltas y una celda de comisaría. Era ya de noche, se dispuso que a primera hora de la mañana lo trajeran al juzgado.

A la mañana siguiente, lo primero que me dijo al entrar, mientras giraba la cabeza observando la oficina fue:”¡qué lindo lugar señora!”. Le pregunté como lo había tratado la policía, me dijo que bien, que había conversado mucho con ellos pero que tenía hambre, no había comido nada el día anterior. Le dimos pan y mientras comía, tomamos unos mates y conversamos.

No terminó la escuela primaria, noté que era inmaduro para su edad; había sido detenido en otras dos oportunidades, pero “por falta no más”. Me dijo que estaba viviendo con una tía en Corrientes y que allí trabajaba en una cooperativa. Que venía los fines de semana a ver a su mamá y a sus hermanos porque los extrañaba.

Sobre el hecho de la noche anterior dijo que no era cierto de que se haya querido matar, que con esa soga había querido atar al perro que le había comido el “guisito” que estaba preparando con fuego para su mamá y sus hermanitos y que se había enojado por eso, nada más.

Era verborrágico, me contó que tiene 7 hermanos; que 4 ya son grandes, que casi no los ve y que los otros 3, dos nenas de 12 y 8 y el más chico de 6 viven con su mamá. Y que su mamá también cuida al hijo de una de sus hermanas porque ella está juntada con un hombre que no quiere al nene. Que al venir el día anterior de Corrientes no había encontrado a su mamá en la casita; que fue a buscarla a la casa del padrastro y que cuando llegó, desde la vereda, escuchó que su hermanita de 12 lloraba; que entró rápido y que se la encontró desesperada escapando de su padrastro. Que la agarró, la sacó de ahí y fueron hasta la casa de su mamá, que para ese entonces ya había regresado.

Le pregunté si le había contado el hecho a su mamá; me dijo que si, pero también que esta era una “historia vieja”. Que ya “el juzgado le había sacado sus tres hermanos” a su mamá. Y después de estar viviendo los chicos en 2 hogares, durante más de un año, “el juzgado se los devolvió” sólo cuando su mamá dejó al padrastro.

“Lo que pasa señora es que él le ayuda con plata a mi mamá”; ella cobra un plan y trabaja en una casa pero paga el alquiler del terrenito donde está el rancho y no le alcanza. “Mi mamá nunca pudo vivir feliz” dijo, se le cayeron unas lágrimas, se las secó con al buzo que tenía en la mano. Me contó que su mamá antes “trabajaba por la plata” y que ahora ya no hace eso porque está cansada. Que todas las parejas que tuvo siempre le pegaron y a ellos también; que le sacaban la plata que ganaba y que ellos siempre “la pasaron mal viendo así a su mamá”, que tuvieron muchas veces hambre y muchos días durmieron “de prestado”.

Los ocho hermanos tienen el apellido de la mamá.

Muy entusiasmado me contó que la madre lo había ido a ver a la comisaría a la noche y que le dijo que se iba a ir con él y sus hermanitos a Corrientes. Preguntó cuando iba salir; le contenté que inmediatamente. Se puso contento y se entusiasmó aún más, tenía que ir pronto a Corrientes a buscar un lugar para que viviera su mamá, sus tres hermanos y su sobrinito.

Son historias, como tantas otras, historias de una vulnerabilidad extrema. Historias que son absorvidas por el sistema judicial que queda perplejo e impotente ante semejante desprotección.

H.M es un pibe honesto, es buena gente. Es sensible y está profundamente comprometido con su familia; quiere algo mejor para su mamá y sus hermanos. Viene de una familia vapuleada por la marginalidad, por la desprotección absoluta y la única respuesta que le viene a dar ahora el mismo Estado que abandonó ya a su madre, es una causa judicial. Es sencillamente una ironía, una respuesta desproporcional y que en nada puede contribuir a mejorar la situación de H.M y su familia.

Historias......

sábado, 10 de mayo de 2014

JONY Y EL PESO DE LA JUSTICIA FEDERAL III

Por Rafael Elía

Jony vendía.

Su causa no era muy grande, tendría cien fojas
Tenía varias. Todas por lo mismo.
Me acuerdo cuando vino al juzgado a notificarse de la formación de la causa.
Nos miramos y los dos nos dimos cuenta que nos conocíamos.
Él no dijo nada, yo tampoco.

Jony vendía.

Lo agarraron en la calle principal, un poli y un municipal.
Y esto no es una canción de Calamaro.
Decía que un par de días no tuvo para aportar y le labraron el acta.
Que todos los que vendían estaban arreglados.
Era verdad, los dos lo sabíamos.

Jony vendía.

Unos días después vino a la indagatoria.
Tenía su bolso verde.
Lo acomodo abajo del escritorio de José.
Lo dejó entre las piernas.
Yo me dí cuenta; él también que yo lo había visto

Jony vendía.

No lo negó en la audiencia.
Dijo lo mismo, lo de la coima.
Y que lo que secuestraron era del otro pibe.
Al bolso lo miraba todo el tiempo, mientras declaraba.
Se fue y nos miramos cómplices. 

Jony vendía.

José nunca lo dudó. Y entendió lo del bolso
Intentó convencer al juez, que lo que hacía no era grave.
Me preguntó después, consternado, qué hacíamos ahí.
A la hora, lo encontré a Jony por la calle con el bolso.
A los dos nos costaba pronunciar high school musical.

Jony vendía.

Así lo dijo el procesamiento.
Yo ya sabía. Todas las tardes me lo cruzaba de vuelta a casa.
Siempre en el mismo lugar, con sus cd`s y películas en la mano.
Y parece que los demás también sabían.
En el juzgado, todos le compraban.




lunes, 21 de abril de 2014

POSTALES BONAERENSES

Por Rafael Elía

Cañito de metal, de acero al cromo niquel, 
todo una oportunidad” (Nadie es perfecto. C. Solari)


PRINCIPIO

El 29 de julio de 2011, lo detuvieron a Pedro, en un predio municipal abandonado del conurbano.
Estaba junto a su hijo Manuel, de doce años de edad.
Se lo acusa de haber intentado sustraer un caño de plomo de la única oficina del lugar (dos metros por tres) mediante el empleo de una maza.

DESARROLLO

Ese día, el médico de policía informó que se encontraba "psíquicamente normal".
Una oficial fue a la casa y constató que tenía 33 años, que era changarín, que entre él y su mujer juntaban 1200 pesos. Cinco hijos, entre 11 y 4 meses. Que vivía sobre el segundo río mas contaminado de Latinoamérica, en un terreno de 20 mts, en el que había 2 dormitorios y una cocina. El baño era externo, el techo es de chapas, y el piso de maderas.
Que el barrio era carenciado, de calles de tierra, el moblaje no se adecuaba a las necesidades mínimas del núcleo familiar, y todo se encontraba en malas condiciones de conservación e higiene.
De la inspección de "visu", surgió que lo sustraído es un caño de plomo de sesenta centímetros de longitud, de una pulgada y media, con deformaciones por golpes contundentes. Que la oficina de 2x3 estaba completamente abandonada y ya había sido objeto de maniobras similares
El sargento destacado a la investigación, ratificó al día siguiente que no había testigos de lo sucedido.

El fiscal recibió las actuaciones el día siguiente y le imputó el delito de robo en grado de tentativa. Le tomó declaración a tenor del art. 308 del CPP.

El 30 de julio de 2011 recuperó su libertad.

El 15 de agosto de 2011 se requirió el juicio del imputado.

El 29 de agosto de 2011 y 1 de septiembre de 2011, las partes propusieron pruebas (el fiscal pidió la declaración testimonial de los dos policías, y la de la cónyuge del imputado mayor y madre del imputado menor).

El 14 de septiembre de 2011, se acordó que era viable la suspensión de juicio a prueba.

El 4 de octubre de 2011 hubo audiencia de visu. Contó Pedro que ofrecía 50 pesos, que tenía seis hijos, y que había conseguido unas changas por las que juntaba 1300 pesos mensuales para él y todo el grupo familiar.

Ese día se le concedió la suspensión de juicio a prueba por un año y seis meses (el juez valoró que por la gravedad del hecho, debía ser seis meses más que el mínimo).

Se intentó anoticiar a la víctima de la reparación ofrecida. El 15 de diciembre de 2011, el oficial de policía informó que  el predio estaba completamente abandonado y no se observaba actividad alguna.
El 10 de septiembre de 2013 se citó a Pedro para que indique por qué no concurrió al Patronato de Liberados.
El 22 de noviembre de 2013, la comisaría informó que habían concurrido en varias oportunidades al domicilio y no lo encontraron. No hay firmas, ni testigos de la notificación.
El 12 de diciembre de 2013, el fiscal pidió que se revoque la suspensión del juicio y se declare la rebeldía.
El 27 de febrero de 2014 se lo declaro rebelde. Y se ordenó su captura.

¿FIN?

Intervinieron, o al menos surgen sus firmas, en las 140 "fojas" que integran el expediente en estos tres años: quince policías, cinco fiscales, cuatro jueces, cuatro defensores oficiales, y veinticinco empleados administrativos.

El kilo de plomo vale 20 pesos, según M. Libre, tres años después, inflación mediante.

El cálculo del gasto que demandó este tema, solo de horas hombre, ¿a cuantos caños equivaldría?

El predio sigue abandonado.

Pedro y su familia no están en su domicilio, todo pareciera indicar que se debe a alguna falla administrativa en la citación o algo similar (también hay serias sospechas de que el resultado de la citación, no es del todo real).

Nada hace suponer que alguno de estos funcionarios se hubiera ocupado, en estos tres años, de la situación de precaria pobreza del grupo familiar o las condiciones laborales del jefe de la familia.

Tampoco de los motivos por los cuales un predio grande destinado al uso deportivo municipal se encuentra abandonado.

El expediente aún continúa en trámite.

martes, 18 de marzo de 2014

A SUS OJOS

 Por Fernando Gauna Alsina 


“Nadie es uno de los actos de su vida.
Por horrendo o santo que haya sido.
Ningún acto nos define para siempre.”

José Pablo Feinmann

Esta historia está dedicada a mis compañeros de Pensamiento Penal.
Por brindarme su amistad y enseñarme a diario que es posible
–o al menos vale la pena imaginar– una administración
de justicia menos violenta y más justa. 


No hacía mucho que ejercía la magistratura. Un año o dos. Más no. Venía de afuera. Cliché con el que empleados, funcionarios y jueces catalogan a quienes no hemos hecho la carrera. Parece mentira pero el hecho de no haber atendido una mesa de entradas o cosido un expediente constituiría una falta grave –casi de ofensa– para la corporación judicial.

¿Cómo puede ser que Fulano sea presidente de un tribunal
cuando siquiera tiene idea de lo que es hacer un archivo?- Decían por ahí.

Qué disparate. Como si haber pateado tribunales con el calor más asfixiante; visitado cantidad de cárceles; litigado en todas las instancias; trabajado hasta el cansancio por la libertad de un defendido –porque a quienes ejercen la profesión sí le corren los plazos–; y mirado los ojos llorosos de imputados, víctimas y familiares después de recibir una respuesta poco favorable –muchas veces de lo más injusta–; no signifique nada. Me fui por las ramas. 

Me habían pedido que cubriera una vacante en otro tribunal. Nada complejo –me dijeron– una audiencia muy sencilla por un asunto de ejecución penal. Llegué alto temprano. Lo suficiente para compartir un café y hablar del partido de Boquita con el Fiscal. Un acto de catarsis que se me estaba volviendo costumbre todos los lunes. Pero esa es otra historia.

Luego se sumaron los otros jueces y, escasísimos minutos después, un empleado con la novedad que el detenido había llegado. Y antes de comenzar, el primer traspié. No llevaba corbata. Y no fue algo casual. Tampoco un homenaje a nuestro flamante Ministro de Economía. Hacía rato que había dejado de usarlas. Sinceramente no sé por qué. Aunque tampoco encuentro argumentos de peso, cuanto menos razonables, para que lo haga. Mucho menos para hacer lo que sigue.

-Doctor…olvidó su corbata –Me dijo una de mis colegas. 

Y siguió: Pero no se preocupe. Puedo prestarle una. En mi tribunal –porque para muchos jueces los tribunales son de ellos– el Defensor rara vez usa. Así que siempre tengo una de más en mi despacho, cosa de no tener que suspender la audiencia.

Sí, escucharon –o más bien leyeron– bien. Parece que este buen hombre –y servidor público– era capaz de decirle a testigos, partes y al detenido que ese día no se celebraría el juicio porque un defensor no llevaba corbata. Increíble… el Poder Judicial no dejaba de sorprenderme.

Superado este obstáculo, porque mi mirada no hizo necesaria respuesta alguna, se inició la audiencia. Y era cierto. Como me lo habían adelantado mis colegas, era un caso sencillo. Una persona condenada a diez años de prisión, que ya había cumplido siete privada de su libertad, solicitaba un pedido de salidas transitorias: el primer paso, el punto de partida, para que una preso inicie su regreso al "mundo libre". En concreto, escapadas de algunas horas para trabajar, estudiar, visitar a la familia… qué se yo. La lista es interminable luego de tanto tiempo de encierro.

Pues bien. Reunía los requisitos que exigía la ley y tenía dictamen favorable del equipo técnico del servicio penitenciario. Un afortunado. No es algo que suceda siempre. El servicio no regala nada. Evidentemente, este muchacho, por algún error del sistema y a diferencia del 70% de las personas que abandonan un establecimiento penal, se estaba resocializando. De manera que, sin dudarlo, voté a favor de que se haga lugar al pedido. Ni el juez más duro -por lo menos así lo creía yo– hubiese hecho otra cosa.  

Sin embargo, mis colegas, al unísono y como si conociesen el caso de toda la vida, votaron por la negativa. Los miré totalmente desconcertado y volví sobre el expediente en busca de algún dato que se me hubiere pasado. Nada. 

Entretanto, al detenido lo regresaban al camión que lo devolvería a prisión, y su abogada (que también era su esposa y la madre de su hijo) cerraba su bolso y permanecía callada. La noté dolida, pero firme. Como si hubiese conocido de antemano la decisión.

No era mi caso. Insisto. Estaba desconcertado. Volví a mirar a mis colegas y casi obligados a darme una respuesta, dijeron: 

-¿Qué esperabas? Es reincidente. Qué garantías tenemos de que
vaya a respetar los términos de las salidas. Tiene que seguir adentro.

No lo podía creer. A ver. Era cierto. Este muchacho había sido declarado reincidente. Pero hacía más de diez años, al punto que ello había sido uno de los motivos por los cuales la condena había sido de cumplimiento efectivo y, como tal, la razón por la que había vuelto a prisión. 

Hoy era estudiante, padre, esposo y si le hubieran permitido salir unas pocas horas semanales, empleado en una mutual. Cómo podían seguir insistiendo en algo que había ocurrido hace más de una década.

Me acerqué a su esposa, su abogada. Y antes de que pueda decir algo, me miró y dijo: -Tranquilo doctor. Juan lleva siete años preso. Casi la edad de Pablo, nuestro hijo. No es la primera vez que estos señores me rechazan un pedido como éste. Aunque debo admitirlo. Esta vez me tenía algo de fe. Pero bueno, es así, con estos tipos hay que leer siempre entrelíneas. Me equivoqué…Terminó de acomodar sus cosas y abandonó la sala de audiencias.

¿Se equivocó?... Algo me estaba perdiendo. Volví a mi despacho y me puse a leer todos los legajos de Juan. Y lo encontré.

Hacía un par de meses su esposa había intentado el mismo pedido. Pero para ese entonces Juan, que llevaba casi siete años preso, no tenía una condena firme. Había alcanzado los requisitos para salir transitoriamente pero aún la justicia no había resuelto de manera definitiva su situación. Ante ese panorama, estos mismos jueces le rechazaron la solicitud porque todavía no era –estrictamente hablando– condenado. Aún estaba procesado y, como tal, no podía beneficiarse con salidas transitorias, pues se trataba de un instituto propio del régimen jurídico de los condenados.

Puff… Que dificultad para ver más allá de una categoría, de una etiqueta. La ley podrá decir muchas cosas, pero la realidad es una sola. La prisión no distingue. A todos estigmatiza por igual. Y si de diferencias se trata, que ofensa al sentido común. Este pibe era inocente jurídicamente –porque aquél que no tiene condena firme lo es– pero mereció un trato más severo. Curioso razonamiento.

En fin, la cosa es que Juan y su esposa habían decidido dejar de impugnar su condena y que quedara firme. Si el obstáculo era su condición de procesado –de inocente– otra cosa no podían hacer. Mal que les (nos) pese, ningún Tribunal iba a revocar una condena que llevase a cuestas una persona detenida hacía casi siete años. Quién iba a pagar el costo. Nadie. Bah… claro que alguien lo iba a pagar. Y lo hizo.

Antes no pudo salir transitoriamente porque aún era procesado. No era un condenado. Al menos con todas las letras. Y cuando finalmente lo fue, a costa de sacrificar su inocencia, tampoco fue suficiente.

Lo que sucedió aquí –ahora– es evidente. Juan nunca fue una persona que cometió un delito. Tampoco era hoy estudiante, padre o esposo. Para los ojos de estos jueces fue, es y será un delincuente. Si así razonan los jueces de carrera, prefiero seguir siendo de afuera.

PLAY STORE: JXJ.ARGENTINA

  Por Mariano H. Gutiérrez Nacho no le quería blanquear a su mamá que ya no soportaba más y había dejado el trabajo. Un trabajo de mier...