miércoles, 24 de julio de 2013

HOY. AYER. MAÑANA

Por Rafael ELIA

Me levanto, no entiendo nada. Dónde carajo estoy, qué es este lugar y esa pila de libros. Puta madre, dónde mierda estoy, por qué me siento así. Intento recomponerme, levanto mi torso del suelo pero no puedo. Escucho una voz grave, que se esparce límpida sobre mi minúsculo y oscuro universo pero no entiendo qué me dice. Pareciera que habla en otro idioma. 

Hay mucha gente alrededor, sus figuras se agigantan, me hacen preguntas, tengo miedo, no me acuerdo qué hago acá, quién soy, de dónde vine, quién es esta gente. No puedo recordar nada. Me agarran del brazo y me ponen algo gris que se infla, otro que anda por ahí tiene un vaso de agua y no sé qué dice; alcanzo a ver una figura femenina, muy femenina, que llora.

No puedo hablar, no me salen las palabras, trato de hilvanar algo pero no hay caso, es como si me hubiera olvidado cómo se hacía. Es como ese sueño que tenía de chica, que papá y mamá desde la galería con retoques de piedra, como las que hay en Mar del Plata, me pedían que me acercara a ellos y yo los miraba y cuando saltaba de la cama para ir a abrazarlos me daba cuenta de que no tenía los zapatos puestos y me los quería poner y no podía, o no encontraba el peine y no quería que me vieran fea y cuando me despertaba, no entendía nada. Y lloraba, sola, bien sola, silenciosamente.

No sé si estaré en uno de esos sueños ahora, la verdad es que no sé, esta gente que me rodea, quiénes son, qué hacen, no les puedo ver las caras, no sé que es lo que me dicen. Igual, tengo una sensación rara, hay algo que subyace a este escenario que me hace sentir bien, lo puedo percibir.

Un tipo me acerca el vaso a la boca, trato de abrirla pero me cuesta, hago fuerza en mi cabeza, pero estoy rígida, el agua me rebalsa. Otra de blanco me abre un poco los labios y ahí me libero un poquito, siento como el agua comienza a recorrer mi interior. Ahhh, sí, eso necesitaba, un poco de agua, me gusta este sueño, me empiezo a sentir mejor, ahora voy a poder hablar y todo.

Detrás de esa voz grave, irrumpe un sollozo. No es un llanto común ni el de una niña. Qué le pasará, creo que es una mujer, pero llora por mí, no entiendo, me estoy por volver loca, algo tiene ese sonido, yo conozco de llantos y tristezas, sus sonidos, sus subidas y bajadas, sus colores, conozco ese sabor, esa miel que baja por los pómulos y se cuela en los poros, esa miel que el cuerpo despide y recepta casi inmediatamente probando que estamos vivos. Lloro, luego existo. Así me repetía a mí misma hasta que me hartó ese sabor. Hace mucho que no lloro.

Ayúdenla a esa pobre mujer, toda esta gente, que vaya con ella no conmigo, yo estoy bien, sí, estoy bien. ¿Estaré muerta? Será esto estar muerta, estas personas que están alrededor, serán papá y mama, qué sigue ahora, cómo llegué acá, por Dios, alguien que me explique. Y ese llanto, por favor, apáguenlo, no lo aguanto más, basta, alguien que haga algo por favor, que por lo menos no gima, porque gime cuando llora y desde acá siento como su cuerpo se contrae y dice cosas que no se le entienden.

La de blanco me pone algo en la nariz, pego como un cabezazo al aire y me reincorporo un poco. Alguien pacientemente me hace alguna pregunta, quiere saber cómo me llamo.

Ni loca le digo aunque, pienso bien… ¿Cómo me llamo yo? Quién soy, le repregunto. Ahí está, tomá, retruco, vos que parecés tan inteligente y que lo sabés todo, contame, contame quién soy, quién soy, carajo, ¡¡¡¡decime!!!!

Me zamarrean y me pegan una cachetada, suave, pero cachetada. Hay uno de uniforme. Noooooo, ya está, ya entendí, hijos de puta, asesinos de mierda, a estos hijos de puta no les pienso decir una mierda, ya sé quienes son, hijos de puta, no, no, no les voy a decir nada, que se arreglen ellos, con razón todo esto, yo sé qué es, ya me avivé, vinieron de nuevo, que quieren ahora, no les bastó con lo demás, por favor, quiero despertarme, quiero que sea un sueño, que no sean ellos, por favor, ¡¡¡¡¡¡¡mamaaaaá!!!!!!!! ¡¡¡¡Papaaaaaaá!!!! Tengo que gritar más fuerte, alguien me va a escuchar, alguien me va a escuchar, otra vez no me va a pasar.

Por qué no me salen las palabras, es como aquel sueño de cuando era chica, pero voy a poder, tengo que juntar todas mis fuerzas y gritar bien fuerte, inspiro bien adentro y saco todo. No hay caso. Solo un chirrido de voz. Ahora si. No tengo salida. Perdí, me ganaron de nuevo. 

Que acabe este sueño, ya, por Dios, que se calle esa mujer, que pare con ese llanto, para qué recuperé la conciencia, me siento sola, muy sola, por qué me tocó a mí esta soledad, qué hice, qué no hice. Encima ahora vuelven ellos, de qué lado está el Dios que estaba invocando y esa mujer…

¿Por qué se para? Se acerca de repente, les dice algo y se apartan, como si fuera una orden, qué raro, tantos hombres y ella manda, sí, esto debe de ser un sueño, mejor, respiro más tranquila, ya me despertaré y mañana iré a trabajar, otra vez, como ayer, como hoy, la vida es así, yo ya sé, una suma de días, de obligaciones. Quizás algo cambie, no voy a ser tan pesimista, ¿podría tener un hijo no? Eso sí sería lindo, mi familia, sí, qué lindo suena, lo voy a decir de nuevo, mi familia, yo, ella o él y el papá, jugar, cantar, enseñar, aprender y todo eso, mi aporte al mundo. Fuera de eso, nada cambiará, lo demás será igual y lo que fue, ya no será. 

Claro ahora que se calló la loca esa puedo pensar mejor. Qué pelo largo tiene esta mina, por qué se acerca, qué querrá, llorona de mierda. 

Me toca. Me acaricia la frente.

Algo pasa, nunca sentí algo así, qué es, no sé, ella no dice nada. Es imposible que sea un sueño, no hay inconsciente capaz de construir una sensación semejante. Me siento rara, ella sigue tomándome la mano y recorre los surcos de mi palma y me habla al oído. 

Un fuego me recorre de punta a punta. 

Un velo se descubre y se suceden uno a uno los recuerdos: el olor a garrapiñada, la tonalidad descolorida de un televisor, una púa que da vueltas y vueltas sobre el tocadiscos, la falda de mi uniforme del jardín de infantes y papá y mamá, llevándome de la mano a la escuela. Ahí reconozco su figura. 

Comienzo a llorar. Entiendo todo y no puedo parar de llorar, como nunca lo hice, como lo hacía recién ella. 

Y me siento, y me tapo la cara y trato de explicarles a todos que aunque dije que había perdido las esperanzas, era mentira, en el fondo, yo sabía, yo lo sabía, por eso seguí, era lo único que me mantenía, si no quedaba nadie, sabía que había existido, sabía que la iba a encontrar. Sí, sí, la amnesia terminó, acabó de recordar quién soy. 

Les explico que me están apareciendo uno a uno los recuerdos, que había suprimido esa parte de mi infancia y que siempre dudé si en realidad todo eso había existido. Claro, cómo no iba a hacerlo y alcancé a verla a ella, llorando, como recién, con sus 2 años, balbuceando sus primeras palabras, preguntándome si volverían. Y me acordé de la noche en la que me lo preguntó. Yo traté de hacerle caso a papá que gritaba con rabia que no levantase la cabeza pero no pude. Lloraba, se escuchaban ruidos muy fuertes y se abrió la puerta de casa. Tuve miedo y lo desobedecí apenas. Así como estaba, acostada, boca abajo, me animé y alcé la cabeza. Se escuchó la ráfaga y me asusté tanto que volví a mirar al suelo.

La sangre de mamá me manchó el vestido. Me quise agarrar fuerte de sus piernas pero se la llevaron. A papá también. Primero nos quedamos solas, y ella me preguntó si iban a volver. Dos interminables segundos después, se la llevaron también y me quedé sola.

Treinta años más tarde, me abrazo a mi hermana menor. Como aquella vez, como nunca lo había hecho durante estos años o, pensándolo bien, como siempre. Es que en estas situaciones los extremos se abrazan: todo, nada, siempre, nunca, tristeza, alegría, soledad y compañía. Se envuelven y danzan.

Las demás personas del cuarto nos miran atónitos y están emocionados. El juez me explica que el ADN lo dijo, que es 100% así y mi hermana menor es la nieta recuperada noventa y pico. Que me lo contaron ya dos veces y me desmayé las dos veces, que recién cuando me tocó ella reaccioné. 

Nos paramos las dos, tomadas de la mano. Nos separamos un poco, nos miramos a los ojos, y sí, no hay duda, es mi hermana, la que tanto busqué por todos lados. Yo sabía que la iba a encontrar, yo sabía en el fondo de mí, que había tenido una hermana, lo sabía, siempre lo supe. Porque no se puede sentir lo que no se tuvo y yo la sentí siempre. Y nos volvimos a abrazar y lloramos.

La examino y me descubro, y veo que tiene mi misma nariz, esa horrible nariz que toda mi vida odié, por tener esa desviación antiestética hacia la izquierda pero ahora es nuestra nariz y eso basta para que no pueda ser más perfecta y hermosa. Es nuestra, sí, mi familia. Acá está. 


sábado, 20 de julio de 2013

Un gran Secretario

Por Fernando Gauna Alsina


"...Ojalá podamos ser desobedientes cada vez que recibamos órdenes 
que humillan nuestra conciencia o violan nuestro sentido común..." 

Eduardo Galeano


Llegué temprano. Como siempre lo hacía. Y no podía ser de otro modo. No hacía mucho que había jurado respetar la primera regla -o tal vez la primera responsabilidad- del mundo tribunalicio: abrir a las 7.30

Giré la llave, y le di a la puerta aquel empujocinto, cuasi secreto, que permitía el ingreso. Bah, tampoco tanto. Lo de "secreto" digo. Pero formaba parte del acto solemne en el que el último pinche -en este caso yo- se hacía cargo de un deber de tamañana magnitud, como lo era, abrir la oficina a tiempo.

Encendí las luces, colgué mi saco, y antes de comenzar con mi rutina diaria, me encontré con una novedad. Sobre mi escritorio, en medio de notas y recados de mis compañeros, había un expediente. Una causa. Una investigación que, de ahí en más, estaría a mi cargo.

Dejé lo que estaba haciendo y me lancé apasionadamente en la lectura. Una persona, aún no identificada, había sido arrollada por un tren. Falleció en el acto. Me senté en la computadora, y proyecté todas y cada una de las medidas que entendí apropiadas. ¡No podía ser para menos! Debía averiguar qué había sucedido. Quién o qué había causado la muerte de este hombre.
   
Y con el tiempo lo hice. Probé qué había ocurrido. Las imágenes en video, así como el relato de los testigos, no dejaban margen para la duda. No habían fallado los frenos, ni las señalares sonoras. Tampoco había intervenido un "tercero". Nadie había forzado o arrojado a las vías del tren a este muchacho. Había tomado la triste decisión de quitarse la vida. 

Con algún desconsuelo, y luego de que mis compañeros me explicaran que era usual que ingresaran en el "turno de policía" causas de estas características, comprendí que no restaba más por hacer. Siquiera por él, claro. La investigación se había agotado. Debía cerrar la causa. 

Culminé el proyecto de resolución y dejé el expediente a la firma del Secretario. Al cabo de un tiempo, me llamó a su despacho. Dejé inmediatamente lo que estaba haciendo -no le gustaba esperar-, toqué a su puerta, y con el mayor de los respetos, pedí permiso para entrar. 

Asintió, y realizó el gesto de siempre. Indescifrable para los extraños, pero muy claro para los integrantes del juzgado. Debía sentarme y escuchar. Había llegado la hora de la devolución. 

Generalmente, debo confesarlo, me agradaba hacerlo. Escucharlo digo. No era un tipo sencillo, pero tenía mucha experiencia y, aparentemente, verdadera vocación docente. Un gran Secretario. Por lo menos, así lo veía yo.   

Me miró a los ojos, y cual inquisidor, me preguntó: 


¿Cuál es el objeto de esta investigación?

Qué extraña pregunta, pensé. La respuesta era -o más bien me pareció- evidente. Debía tener una trampa. Me tomé unos pocos segundos, y casi sin dudarlo, respondí: establecer las causas del deceso del muchacho que había sido arrollado por el trenOtra cosa no podía ser. Cada una de las diligencias de prueba que había proyectado -y que habían sido consentidas por el Secretario- habían tenido por propósito -justamente- descartar la participación de terceros, así como cualquier falla humana o mecánica que hubiere producido ese desenlace. 

Volvió a mirarme, y sonrió. Mas no era una sonrisa de aprobación. Tenía sabor a victoria. A la suya, claro. Evidentemente, había caído en su trampa. 

Se puso de pie, y luego de apuntar con su dedo índice, cual señal de autoridad, algún artículo incierto de su Código Penal, me explicó que este accidente había interrumpido el servicio ferroviario. 

Se trataba de un caso de entorpecimiento del normal funcionamiento del transporte por tierra... de la marcha del tren. De lo contario -continuó- no sería de la competencia de este fuero. 

Sonrió una vez más y me devolvió el expediente.

Abandoné el despacho, regresé a mi computadora, tomé el Código Penal, y leí el artículo 194. Decía, y aún lo hace, claro: "El que, sin crear una situación de peligro común, impidiere, estorbare o entorpeciere el normal funcionamiento de los transportes por tierra, agua o aire o los servicios públicos de comunicación, de provisión de agua, de electricidad o de sustancias energéticas, será reprimido con prisión de tres meses a dos años".

Resulta que este muchacho, vaya a saber uno por qué, había decidido quitarse la vida. Y desde un juzgado federal, antes que ofrecerle ayuda, a él ya no, claro, a su familia; habíamos promovido una investigación penal en su contra. Porque de lo contrario, como lo había mencionado mi Secretario, aquél con sobrada experiencia y verdadera vocación docente, la causa hubiere tramitado ante otro fuero. El ordinario. El que se ocupa de investigar los "hechos comunes". Desde unas lesiones culposas a un homicidio. Desde las calumnias e injurias proferidas por un personaje de la farándula a otro, a un robo a mano armada. Los que no afectan -según dicen con orgullo en el fuero federal- la seguridad de la Nación o cualquier otro interés estatal de envergadura.

No pude contenerme. Volví al despacho y le expliqué que no tenía sentido lo que estábamos haciendo. Una cosa era la interrupción adrede del servicio ferroviario y otra -muy, pero muy distinta- la detención momentánea del tren, ocasionada por la muerte de un hombre. Siguiendo ese razonamiento, es decir, si esa circunstancia implicaba la intervención lisa y llana del fuero federal; también habría de hacerlo un choque en cadena en una autopista, o ruta nacional, que impidiera el paso y, en definitiva, vedara -también- el transporte por tierra, provocado por un pobre tipo que había tomado la decisión de tirarse de un puente. 

Ni hablar de la suerte que correrían la cantidad de motoqueros que a diario aparecen rendidos en una calle cualquiera, luego del desagradable encuentro con la chapa, dura y aspera, de un automóvil. Obstaculizan el tránsito, claro; pero a ninguna persona de bien, espero, se le ocurriría iniciarle una causa, cuando menos, por haber provocado el corte de la calle o la interrupción del tránsito.      

No podía parar. Mi cabeza andaba a mil. No podía comprender tamaña ofensa al sentido común. Mas me interrumpió, me miró detenidamente y dijo:  


"Puede que tengas razón. No lo sé y no me interesa. Siempre se hizo así.  Y así, no tengo problemas. Esto es un juzgado, y el juez me lo firma"

Regresé a mi computadora, modifiqué la resolución y dejé el expediente a su firma. No había más nada por hacer. Por él, digo, era un excelente burócrata.


viernes, 19 de julio de 2013

Abrigate que hace frío

Por EL SADE

Hay que reconocer que el empleado judicial se encuentra constantemente encerrado por el capricho de un juez o de un secretario. Corrigen hasta el hartazgo las -muchas o pocas, pensadas o no- palabras que generalmente garabatea en un papel. En alguna ocasión, las pocas, la corrección viene acompañada de alguna explicación; mientras que en otras cae fulminante como un rayo. Se pide con la velocidad de un meteoro.

Con el tiempo, uno se acostumbra. Termina entendiendo -o vencido por el cansancio- que puede escribir libremente, pero que no asume la autoría de sus líneas. De modo que tiene cierta lógica que aquél que debe “bancar la parada” exija que se respeten sus parámetros.

Nada del otro mundo. Escribimos con nuestras manos, pero sujetos al pensamiento de otro. Para algunos esto implica una violencia tal, que se encierran en defender bastiones caídos hace siglos. Tratan de convencer a personas, cuyas decisiones ya fueron tomadas, y que cargan con el bagaje de mantener la línea argumental, en la que ellos mismos fueron educados, una y otra vez, precisamente, a fuerza de correcciones.

Pero debo confesar que aún hoy, luego de tantos años de deambulear en este derrotero judicial, sigo encontrando correcciones que -tal vez- merezcan batalla: 

¿Cómo se saluda a otro juez al pie de un oficio? 

¿Qué oficio firman los jueces?

Mi primer encontronazo con esta especie de lucha de poder fue cuando me corrigieron un oficio, en el que había puesto “Dios guarde a V.S.”. En birome y remarcado, volvió a mis manos con la frase “Saludo a V.S. atentamente”. Leyeron bien, no muy atentamente, sólo atentamente.

El segundo fue un oficio dirigido al Decano del Cuerpo Médico Forense de la Justicia Nacional donde dejé el espacio para la firma del juez. Cayó en mi escritorio con la frase “este oficio lo firma sólo el Secretario”.

Qué loco ¿no? Cuánto ego. Cuántas ganas de demostrar que uno es más que otro. ¡En un oficio!. Qué ganas de perder el tiempo. Y como yo no quise perder el mío, corregí lo que tenía que corregir y la máquina siguió marchando.

Pero invito a los que tengan la posibilidad de tener un oficio a mano firmado -o no- por un juez y que miren cómo saluda. A mi humilde criterio eso es un claro reflejo de lo que el tipo es como persona. 

Y les tengo malas noticias. Yo, que me cansé de ver y escribir oficios, no encontré uno solo que esté firmado por un tipo que realmente exprese hacia el otro un grado de aprecio o preocupación. 

Si eso hacen entre pares -aunque no se sientan tales- imagínense qué queda para el resto de nosotros. Los mortales. Yo que sé... pensamientos sin sentido tal vez, que a uno se le ocurren cuando trabaja acá en el paraíso del egocentrismo. 

Igual sigo buscando. En algún lugar debe haber un oficio que termine con la frase:


“Si creés en Dios, ojalá que te guarde para que hagas justicia. 
Si no crees en Dios, ojalá que siempre te puedas mantener ecuánime. Lo que necesites avisame. Y mañana abrigate que va hacer frío. TKM” 

sábado, 13 de julio de 2013

EL CLIP VERDE

Por EL SADE

Entré, saludé, me puse la corbata, me senté, y miré, siguiendo automáticamente, y a la perfección, ese ritual con el que fui guionado hace varios años. Porque si hay algo que no se espera de un empleado judicial es la improvisación. Salirse del guión no solo pone en riesgo al aventurero que se embarque en esa misión. Apartarse de las líneas de conducta puede hacer tambalear a todo el sistema.

Como venía contando, miré. Miré y noté. Noté y desesperé. Miré otra vez y pregunté a los gritos. ¿El clip verde? ¿Quién carajo tiene mi clip verde? No obtuve respuesta. Quisiera decir que alguien se hizo de eco de mi preocupación pero no. ¿A quien carajo le puede interesar un clip verde? A mí.

Busqué, revolví basura, abrí expedientes uno por uno y los repasé hoja por hoja. Vacié cajones, míos y ajenos. Pregunté, interrogué, y finalmente supliqué. Ni noticias del clip verde.

Pasadas las horas me puse con lo mío y, ya sin mi talismán, hice menos justicia que nunca. Me olvidé de la gente que se encontraba detrás de los expedientes. Pasé al olvido esa sapiencia de que un penal es el lugar más horrible del mundo, al que solo tendrían que ir los que hicieron las atrocidades más horribles. Puse parámetros inalcanzables para quienes quisieran justificar su inocencia.

Y cuando casi terminaba el día, lo ví. Ahí colgadito al borde del abismo. Me acerqué despacio a la ventana, y antes de que un viento medio traicionero lo llevara al olvido, lo pude agarrar. ¿Qué carajo hacía ahí? Tal vez estaba tratando de volver al mundo del que lo secuestré. No lo sé.

Pero con solo tocarlo todas las fuerzas del talismán volvieron a mí. Rompí las barbaridades que había escrito, y las cambié por otras mucho más sensatas. Menos racionales y más emocionales. Me salí del guión, una y otra vez, sin temor y sabiendo que estaba en lo correcto.

Tomé el clip verde y, para evitar futuras sorpresas, lo pegué con cinta a la foto de mi familia que estaba arriba del escritorio.

No, no, no estoy loco. Si ustedes trabajaran acá, se darían cuenta qué tan rápido los empleados y funcionarios judiciales se olvidan de los demás. Un expediente es un número, un preso una cosa, una víctima un “se lo buscó”, algunos abogados unos genios y otros unos cachafaces sin remedio (defiendan los intereses de quien sea). Y un cargo es un título de nobleza que otorga sapiencia a quien no la tenía, y derechos para avasallar a quienes han quedado detrás. 

Eso es, básicamente, lo que pasa con el empleado judicial o funcionario que se deja atrapar en el fabuloso mundo del guión.

Por eso yo tengo mi clip verde. Aquél con el que mi viejo tenía atrapadas todas las copias de las resoluciones que distintos jueces habían emitido, diciéndole sí o no al pago de algún retroactivo de su jubilación que nunca cobró. Esas resoluciones a las que mi viejo, sin ser abogado, les encontró una y mil fallas, y de las que decía “Imaginate el pobre tipo que realmente necesita cobrar este retroactivo y le escriben esto, se mata”.

Por eso, ese día me llevé el clip verde. Para no olvidarme nunca que, aunque muchos se crean reyes o reinas, o tan grosos como un alfil, o tan fuertes como caballos de guerra, o imbatibles como torres, o tan chiquitos como un peón; esto está muy pero muy lejos de ser un juego.

domingo, 7 de julio de 2013

Una historia de sociólogos y defensores

Por Rafael Elía

Tendría 8 o 9 años. Quién sabe. Llegué a mi casa, y conté algo del colegio y por algún motivo dije “negro”, despectivamente. Mi vieja me miró, no era de retarme ni yo tampoco tan complicado, y me pidió que nunca más me refiriera así a una persona. Como todas las cosas que se dicen bien –y uno se da cuenta cuando va creciendo, que son buenas enseñanzas- me quedó grabado para siempre. 

La vida tiene sus vueltas igual, porque me tocó entrar a trabajar, con 20 años, en la justicia. Y si en la vida "normal" la gente esta muy acostumbrada a usarlo, en la justicia es una cuestión permanente, un estado de guerra continua, entre “ellos” y “nosotros”. Pero no quiero irme tan lejos. Y los ejemplos –mal que me pese- sobran. 

No hace mucho, al relatar alguna causa a los jueces o un Secretario, mientras los aburría o intentaba convencerlos de algo, fui interrumpido:

-Esperá… ¿es un “negro”? 

Esa línea divisoria en el ámbito de la justicia marca el interés o desinterés por lo que seguía, y asegura la respuesta.

Un día, que estaba más combativo, en el medio de la secretaría conversando de una causa, uno me hizo –nuevamente- esa pregunta. Le expliqué que desde aquel reto, nunca había podido usar ese término. Una chica que trabajaba ahí, me preguntó: -¿Tu mama es socióloga? No, es ama de casa, respondí yo.

Como siempre, llegó la explicación del que había hablado al principio, que se habría sentido un poco incomodo, y aclaró: -en realidad pregunté si era negro de alma… (los puntos suspensivos son porque, tamaña estupidez, no vale la pena ni contestarla).

Pasaron otros destinos judiciales y la regla no se rompe. En todos lados, la cuestión del “negro” y la guerra permanente.

Hace unos días, una de las empleadas del lugar donde trabajo ahora –más grande ella- se enteró que yo no decía esa palabra. Los demás, al costado, se reían, porque me buscan a propósito y me incitaban a que lo diga. 

Me miró sorprendida y me dijo con aires de profunda sabiduría: -Ah, pero vos entonces para fiscal o juez no podés concursar nunca, tenés que ser defensor. Todos le dijeron que claro, que nunca podría ser fiscal, incluso hasta asentí y me dije a mi mismo que “nunca me presentaría a un concurso para fiscal”.

Después me fui para casa y me quedé pensando... quizás mi vieja y yo podamos ser fiscales.

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  Por Mariano H. Gutiérrez Nacho no le quería blanquear a su mamá que ya no soportaba más y había dejado el trabajo. Un trabajo de mier...