Por Fernando Gauna Alsina
"...Ojalá podamos ser desobedientes cada vez que recibamos órdenes
que humillan nuestra conciencia o violan nuestro sentido común..."
Eduardo Galeano
Eduardo Galeano
Llegué temprano. Como siempre lo hacía. Y no podía ser de otro modo. No hacía mucho que había jurado respetar la primera regla -o tal vez la primera responsabilidad- del mundo tribunalicio: abrir a las 7.30.
Giré la llave, y le di a la puerta aquel empujocinto, cuasi secreto, que permitía el ingreso. Bah, tampoco tanto. Lo de "secreto" digo. Pero formaba parte del acto solemne en el que el último pinche -en este caso yo- se hacía cargo de un deber de tamañana magnitud, como lo era, abrir la oficina a tiempo.
Encendí las luces, colgué mi saco, y antes de comenzar con mi rutina diaria, me encontré con una novedad. Sobre mi escritorio, en medio de notas y recados de mis compañeros, había un expediente. Una causa. Una investigación que, de ahí en más, estaría a mi cargo.
Dejé lo que estaba haciendo y me lancé apasionadamente en la lectura. Una persona, aún no identificada, había sido arrollada por un tren. Falleció en el acto. Me senté en la computadora, y proyecté todas y cada una de las medidas que entendí apropiadas. ¡No podía ser para menos! Debía averiguar qué había sucedido. Quién o qué había causado la muerte de este hombre.
Y con el tiempo lo hice. Probé qué había ocurrido. Las imágenes en video, así como el relato de los testigos, no dejaban margen para la duda. No habían fallado los frenos, ni las señalares sonoras. Tampoco había intervenido un "tercero". Nadie había forzado o arrojado a las vías del tren a este muchacho. Había tomado la triste decisión de quitarse la vida.
Con algún desconsuelo, y luego de que mis compañeros me explicaran que era usual que ingresaran en el "turno de policía" causas de estas características, comprendí que no restaba más por hacer. Siquiera por él, claro. La investigación se había agotado. Debía cerrar la causa.
Culminé el proyecto de resolución y dejé el expediente a la firma del Secretario. Al cabo de un tiempo, me llamó a su despacho. Dejé inmediatamente lo que estaba haciendo -no le gustaba esperar-, toqué a su puerta, y con el mayor de los respetos, pedí permiso para entrar.
Asintió, y realizó el gesto de siempre. Indescifrable para los extraños, pero muy claro para los integrantes del juzgado. Debía sentarme y escuchar. Había llegado la hora de la devolución.
Generalmente, debo confesarlo, me agradaba hacerlo. Escucharlo digo. No era un tipo sencillo, pero tenía mucha experiencia y, aparentemente, verdadera vocación docente. Un gran Secretario. Por lo menos, así lo veía yo.
Me miró a los ojos, y cual inquisidor, me preguntó:
Qué extraña pregunta, pensé. La respuesta era -o más bien me pareció- evidente. Debía tener una trampa. Me tomé unos pocos segundos, y casi sin dudarlo, respondí: establecer las causas del deceso del muchacho que había sido arrollado por el tren. Otra cosa no podía ser. Cada una de las diligencias de prueba que había proyectado -y que habían sido consentidas por el Secretario- habían tenido por propósito -justamente- descartar la participación de terceros, así como cualquier falla humana o mecánica que hubiere producido ese desenlace.
Volvió a mirarme, y sonrió. Mas no era una sonrisa de aprobación. Tenía sabor a victoria. A la suya, claro. Evidentemente, había caído en su trampa.
Se puso de pie, y luego de apuntar con su dedo índice, cual señal de autoridad, algún artículo incierto de su Código Penal, me explicó que este accidente había interrumpido el servicio ferroviario.
Se trataba de un caso de entorpecimiento del normal funcionamiento del transporte por tierra... de la marcha del tren. De lo contario -continuó- no sería de la competencia de este fuero.
Sonrió una vez más y me devolvió el expediente.
Abandoné el despacho, regresé a mi computadora, tomé el Código Penal, y leí el artículo 194. Decía, y aún lo hace, claro: "El que, sin crear una situación de peligro común, impidiere, estorbare o entorpeciere el normal funcionamiento de los transportes por tierra, agua o aire o los servicios públicos de comunicación, de provisión de agua, de electricidad o de sustancias energéticas, será reprimido con prisión de tres meses a dos años".
Resulta que este muchacho, vaya a saber uno por qué, había decidido quitarse la vida. Y desde un juzgado federal, antes que ofrecerle ayuda, a él ya no, claro, a su familia; habíamos promovido una investigación penal en su contra. Porque de lo contrario, como lo había mencionado mi Secretario, aquél con sobrada experiencia y verdadera vocación docente, la causa hubiere tramitado ante otro fuero. El ordinario. El que se ocupa de investigar los "hechos comunes". Desde unas lesiones culposas a un homicidio. Desde las calumnias e injurias proferidas por un personaje de la farándula a otro, a un robo a mano armada. Los que no afectan -según dicen con orgullo en el fuero federal- la seguridad de la Nación o cualquier otro interés estatal de envergadura.
No pude contenerme. Volví al despacho y le expliqué que no tenía sentido lo que estábamos haciendo. Una cosa era la interrupción adrede del servicio ferroviario y otra -muy, pero muy distinta- la detención momentánea del tren, ocasionada por la muerte de un hombre. Siguiendo ese razonamiento, es decir, si esa circunstancia implicaba la intervención lisa y llana del fuero federal; también habría de hacerlo un choque en cadena en una autopista, o ruta nacional, que impidiera el paso y, en definitiva, vedara -también- el transporte por tierra, provocado por un pobre tipo que había tomado la decisión de tirarse de un puente.
Ni hablar de la suerte que correrían la cantidad de motoqueros que a diario aparecen rendidos en una calle cualquiera, luego del desagradable encuentro con la chapa, dura y aspera, de un automóvil. Obstaculizan el tránsito, claro; pero a ninguna persona de bien, espero, se le ocurriría iniciarle una causa, cuando menos, por haber provocado el corte de la calle o la interrupción del tránsito.
No podía parar. Mi cabeza andaba a mil. No podía comprender tamaña ofensa al sentido común. Mas me interrumpió, me miró detenidamente y dijo:
Con algún desconsuelo, y luego de que mis compañeros me explicaran que era usual que ingresaran en el "turno de policía" causas de estas características, comprendí que no restaba más por hacer. Siquiera por él, claro. La investigación se había agotado. Debía cerrar la causa.
Culminé el proyecto de resolución y dejé el expediente a la firma del Secretario. Al cabo de un tiempo, me llamó a su despacho. Dejé inmediatamente lo que estaba haciendo -no le gustaba esperar-, toqué a su puerta, y con el mayor de los respetos, pedí permiso para entrar.
Asintió, y realizó el gesto de siempre. Indescifrable para los extraños, pero muy claro para los integrantes del juzgado. Debía sentarme y escuchar. Había llegado la hora de la devolución.
Generalmente, debo confesarlo, me agradaba hacerlo. Escucharlo digo. No era un tipo sencillo, pero tenía mucha experiencia y, aparentemente, verdadera vocación docente. Un gran Secretario. Por lo menos, así lo veía yo.
Me miró a los ojos, y cual inquisidor, me preguntó:
¿Cuál es el objeto de esta investigación?
Qué extraña pregunta, pensé. La respuesta era -o más bien me pareció- evidente. Debía tener una trampa. Me tomé unos pocos segundos, y casi sin dudarlo, respondí: establecer las causas del deceso del muchacho que había sido arrollado por el tren. Otra cosa no podía ser. Cada una de las diligencias de prueba que había proyectado -y que habían sido consentidas por el Secretario- habían tenido por propósito -justamente- descartar la participación de terceros, así como cualquier falla humana o mecánica que hubiere producido ese desenlace.
Volvió a mirarme, y sonrió. Mas no era una sonrisa de aprobación. Tenía sabor a victoria. A la suya, claro. Evidentemente, había caído en su trampa.
Se puso de pie, y luego de apuntar con su dedo índice, cual señal de autoridad, algún artículo incierto de su Código Penal, me explicó que este accidente había interrumpido el servicio ferroviario.
Se trataba de un caso de entorpecimiento del normal funcionamiento del transporte por tierra... de la marcha del tren. De lo contario -continuó- no sería de la competencia de este fuero.
Sonrió una vez más y me devolvió el expediente.
Abandoné el despacho, regresé a mi computadora, tomé el Código Penal, y leí el artículo 194. Decía, y aún lo hace, claro: "El que, sin crear una situación de peligro común, impidiere, estorbare o entorpeciere el normal funcionamiento de los transportes por tierra, agua o aire o los servicios públicos de comunicación, de provisión de agua, de electricidad o de sustancias energéticas, será reprimido con prisión de tres meses a dos años".
Resulta que este muchacho, vaya a saber uno por qué, había decidido quitarse la vida. Y desde un juzgado federal, antes que ofrecerle ayuda, a él ya no, claro, a su familia; habíamos promovido una investigación penal en su contra. Porque de lo contrario, como lo había mencionado mi Secretario, aquél con sobrada experiencia y verdadera vocación docente, la causa hubiere tramitado ante otro fuero. El ordinario. El que se ocupa de investigar los "hechos comunes". Desde unas lesiones culposas a un homicidio. Desde las calumnias e injurias proferidas por un personaje de la farándula a otro, a un robo a mano armada. Los que no afectan -según dicen con orgullo en el fuero federal- la seguridad de la Nación o cualquier otro interés estatal de envergadura.
No pude contenerme. Volví al despacho y le expliqué que no tenía sentido lo que estábamos haciendo. Una cosa era la interrupción adrede del servicio ferroviario y otra -muy, pero muy distinta- la detención momentánea del tren, ocasionada por la muerte de un hombre. Siguiendo ese razonamiento, es decir, si esa circunstancia implicaba la intervención lisa y llana del fuero federal; también habría de hacerlo un choque en cadena en una autopista, o ruta nacional, que impidiera el paso y, en definitiva, vedara -también- el transporte por tierra, provocado por un pobre tipo que había tomado la decisión de tirarse de un puente.
Ni hablar de la suerte que correrían la cantidad de motoqueros que a diario aparecen rendidos en una calle cualquiera, luego del desagradable encuentro con la chapa, dura y aspera, de un automóvil. Obstaculizan el tránsito, claro; pero a ninguna persona de bien, espero, se le ocurriría iniciarle una causa, cuando menos, por haber provocado el corte de la calle o la interrupción del tránsito.
No podía parar. Mi cabeza andaba a mil. No podía comprender tamaña ofensa al sentido común. Mas me interrumpió, me miró detenidamente y dijo:
"Puede que tengas razón. No lo sé y no me interesa. Siempre se hizo así. Y así, no tengo problemas. Esto es un juzgado, y el juez me lo firma"
Regresé a mi computadora, modifiqué la resolución y dejé el expediente a su firma. No había más nada por hacer. Por él, digo, era un excelente burócrata.
Triste realidad de lo que se llama "servicio de justicia". Cuando uno ingresa, si lo hace desde "pinche", tiene una concepción sobre la justicia y una vocacion de servicio que se contrapone con la realidad. De apoco,con el correr del tiempo y con las diferentes enseñanzas de peronas con más experiencia y con palabras como las del "Gran Secretario" se va perdiendo la vocación y al cabo de unos años, uno se da cuenta que lo único que espera es la llegada de fin de mes y los meses de julio y enero, por la anciana "feria judicial". Quienes no queremos terminar como el "Gran Secretario", desde nuestro ínfimo lugar aportemos nuestro granito para cambiar el Poder Judicial de la Nación. Llevara tiempo, generaciones diría yo, tendremos frustraciones, muchas, pero no nos demos por vencidos. JCS
ResponderBorrarConcuerdo Juan! Desde este lugar, muy humildemente, lo que intentamos reflejar son, por un lado, situaciones que se contraponen con un verdadero servicio de justicia y, del otro, alguna especie de enseñanza -a modo de metáfora- para generar cambios. Creo que se puede. Pero hay que esforzarse a diario por detectar esas prácticas -incluso inconscientes- que arrastramos de tantos años, hacer todo por modificarlas y, sobre todo, evitar cualquier acto que sirva para reproducirlas!
ResponderBorrar"LO IMPOSIBLE SÓLO TARDA UN POCO MÁS"
ResponderBorrarLa Burocracia 3, de Eduardo Galeano:
ResponderBorrarSixto Martínez cumplió el servicio militar en un cuartel de Sevilla. En medio del patio de ese cuartel, había un banquito. junto al banquito, un soldado hacía guardia. Nadie sabía por qué se hacía la guardia del banquito. La guardia se hacía porque se hacía, noche y día, todas las noches, todos los días, y de generación en generación los oficiales transmitían la orden y los soldados la obedecían. Nadie nunca dudó, nadie nunca preguntó. Si así se hacía, y siempre se había hecho, por algo sería.
Y así siguió siendo hasta que alguien, no sé qué general o coronel, quiso conocer la orden original. Hubo que revolver a fondo los archivos. Y después de mucho hurgar, se supo. Hacía treinta y un ańos, dos meses y cuatro días, un oficial había mandado montar guardia junto al banquito, que estaba recién pintado, para que a nadie se le ocurriera sentarse sobre la pintura fresca.
Muy bueno el final del relato! y excelente este último texto de galeano.
ResponderBorrarAbrazo!