Por Fernando Gauna Alsina
Nosotros tenemos la alegría de nuestras alegrías. Y también tenemos la alegría de nuestros dolores. Porque no nos interesa la vida indolora que la civilización del consumo vende en los supermercados. Y estamos orgullosos del precio de tanto dolor que por tanto amor pagamos. Nosotros tenemos la alegría de nuestros errores, tropezones que muestran la pasión de andar y el amor al camino. Tenemos la alegría de nuestras derrotas porque la lucha por la justicia y la belleza valen la pena también cuando se pierde. Y sobre todo tenemos la alegría de nuestras esperanzas en plena moda del desencanto, cuando el desencanto se ha convertido en artículo de consumo masivo y universal. Nosotros seguimos creyendo en los asombrosos poderes del abrazo humano.
Eduardo Galeano
Trabajo hace más de veinte años en el Poder Judicial. En tribunales. Así solemos llamarlo con familiaridad y cariño. Y no está mal. Que le tengamos cariño digo. Le –nos– pueden caber muchas críticas, podrá hacernos renegar, y en ocasiones doler, pero no deja de ser ese lugar donde pasamos una enorme parte del día. Y en mi caso, con muchos matices –y algunas recaídas–, tengo la suerte de hacerlo con alegría.
Compartí tiempo –y lo sigo haciendo– con gente enorme, valiosa y con sobrada empatía. Que sabe muy bien que la justicia penal no se trata de conceder o rechazar beneficios, sino de un verdadero servicio que, aun con pequeños gestos –un trato adecuado en mesa de entradas, una respuesta cálida a una persona privada de libertad que se comunica por teléfono o la escucha atenta de inquietudes, reclamos y llantos–, es capaz de reducir esa cuota intensa de dolor que el sistema penal reparte a mansalva sin preguntar, sin pedir permiso. Muchos/as de ellos/as son hoy amigo/as de la vida.
Aún así nunca pasé un día sin que me sintiera un extraño. Sin que me replanteara si tenía sentido continuar ahí. No soy más que nadie –ni menos que ninguno diría una jueza amiga– pero no está muy extendida la mirada crítica. Para una gran mayoría, si una persona fue detenida por algo habrá sido. No hay selectividad, no hay distribución desigual de castigo, ni otras formas de resolver los conflictos.
Tuve muchas –demasiadas– discusiones. Algunas buenas, con personas que quiero, y otras no tanto. No es sencillo convivir a contrapelo. Y yo no soy fácil. Vivo las cosas con pasión, y algunas veces me cuesta encontrar las palabras más adecuadas. Sobre todo, cuando un caso, una noticia o una fake news pone el debate en boca de todos/as, a toda hora y en todo lugar. No es saludable ser disidencia –garantista– en esos días.
Hace un par de años me tocó intervenir en un hecho gravísimo. Tristísimo. Tres chicos de 17, 15 y 13 habían sido detenidos por el homicidio de un policía. Le robaron el auto, descubrieron que era miembro de una fuerza de seguridad, y el más joven de ellos –el de 13– lo mató a quemarropa.
La suerte del caso estaba echada, y no admitía finales alternativos. Estaban perdidos. Eran irrecuperables. Ninguna acción del Estado –que no sea la privación de libertad– podía torcer –enderezar– sus destinos.
No le quité –y ahora tampoco– mérito al hecho. Era gravísimo. Ya lo dije. Los tres pibes merecían un reproche. Y bastante severo. Pero me resistía a la idea de la prisión o a la de cualquier otro eufemismo –la internación–, cuyo exclusivo desenlace sea el encierro. Todavía eran niños. El primer contacto con el Estado –en todas sus vidas ausente– no podía ser el encarcelamiento.
Me tocó participar de una audiencia con el más pequeño. El de 13. El que había matado al policía. Lo invité a sentarse, y noté que sus pies no alcanzaban el suelo. Que habría ocurrido en su vida –me pregunté– para que a tan corta edad tuviera un arma y disparara sin dudar, a sangre fría. Al finalizar la audiencia, no lo pensé demasiado –o quizás sí–, y me hice la pregunta en voz alta. Lo que, naturalmente, dio pie a una nueva discusión.
No me molesta dar el mismo debate. Tampoco efectuar las aclaraciones obvias. Que pienso en el dolor de las víctimas, y que no descarto que estos hechos merecen un reproche, pero que no puedo dejar de pensar en que tenemos que ofrecer respuestas más razonables –y constructivas– que la cárcel. Sobre todo, frente a pibes tan jóvenes.
Sin embargo, de vez en cuando me agota estar del otro lado. Del que disiente, que va contra la corriente, que sólo piensa en las y los delincuentes, y que alguna vez –y hago un fuerte mea culpa– le arruina un momento, un almuerzo, al resto. Y ese día, precisamente, el cansancio me ganó.
En medio del debate –y luego de oír en reiteradas veces que no me ponía en el lugar de las víctimas–, me avisaron que la señora del policía estaba en mesa de entradas. Ahora te quiero ver, alguno me dijo. Y no lo tomé a mal. Yo también me quería ver. Qué le podía decir –yo ¡un garantista!– a una mujer a la que un día antes le habían arrebatado a su compañero de vida.
Imaginé distintos escenarios, ensayé mil respuestas, y me decidí por una de ellas. Pero cuando la tuve enfrente no pude hablar. Tenía los ojos llorosos. Estaba destruida. Automáticamente, me invadió el comentario –la acusación– de que nunca me ponía en el lugar de las víctimas. Por lo que no la dejé pronunciar una sola palabra, y le dije que se quedara tranquila, que los tres jóvenes –los responsables del homicidio– estaban detenidos y que por un buen tiempo no iban a salir.
Levantó la mirada, y sin titubear me dijo: “Yo no quiero eso. Y mi marido tampoco lo hubiese querido’’. Me contó que era docente, que conocía la realidad de los barrios, y que estos tres pibes –niños mencionó– merecían otras alternativas. Que aún estaban a tiempo de llevar otra vida, y no podíamos robarles esa oportunidad.
Le di mi impresión del caso, hablamos un poco de la vida, y se fue. No la volví a ver. Pero recuerdo siempre esas palabras, que recojo como un mensaje de paz, cuando me estoy a punto de agotar.
Simply Brilliant!
ResponderBorrargracias!
BorrarDice la nota “…tenemos que ofrecer respuestas más razonables - y constructivas - que la cárcel. Sobre todo, frente a pibes tan jóvenes”.
ResponderBorrarCreo que a los jóvenes y a todos. El reproche es necesario y los delitos deben pagarse. Pero en otra moneda. En forma de reparación concreta y no con mero sufrimiento.
El simple encierro no repara nada. Es más, pervierte a los victimarios y en cierto sentido también a las víctimas - no son todas, afortunadamente - que quieren que los ofensores «se pudran en la cárcel» y hacen todo lo posible para lograrlo y se desesperan si no ocurre o cuando ocurre pero la condena es inferior a la esperada o termina de forma anticipada
La solución sería administrar penas reparativas y repersonalizadoras, mediante condenas a trabajos de utilidad, que, a su vez, podrían servir para integrar con lo producido o con salarios caídos un fondo de indemnización a las víctimas.
El daño irreversible no se repara, pero sí la ofensa inferida, por más grave que haya sido. Es lo que se menciona en la justicia restaurativa como «reparación simbólica».
Y sería muy buena noticia de que el paradigma de la víctima exigiendo que el victimario se pudra en la cárcel se transforme en algo mucho más edificante: «está trabajando para mí».
muchas gracias por el comentario. comparto. saludos.
BorrarNo sé si estoy llorando por la tristeza de todo o por tu valentía. Gracias.
ResponderBorrargracias a vos por el comentario! saludos.
BorrarYo tambien estoy llorando. Tu relato y en estos dias tan duros, me remiten a tantas hostorias de cuando trabajaba con pibxs. Actualmente y desde hace varios años lo hago con "adultos" en su gran mayoria de menos de 30. Por mi funcion como trabajadora social, siempre estan primero sus historias que indefectiblemente me llevan a ver que como en les pibes de tu historia el primer contacto con el estado han sido los institutos de niñes y jovenes y despues la cárcel lugar donde siguen mamando de esa violencia que sufren desde sus nacimientos
ResponderBorrarBueno muchas gracias por los comentarios. La historia es fuerte. Sin dudas. Y genera un nudo fuerte en la garganta y en el estómago. Creo también que hay que encontrarle el costado positivo. Es difícil. pero ahí está. Gracias de nuevo
BorrarHermosa historia. Pero luego la realidad tiene muchos otros matices... Tengo mucho para contar sobre eso
ResponderBorrarDe el estado dando la espalda cuando un menor se podía salvar todavía, de desinterés y maltrato a las madres que solo quieren entender que está pasando, del trato con asco y superioridad que recibís por parte de la policía.
También tengo algunas lindas, pocas y sin final feliz.
Te pregunto porque no está el dato en el relato, ya que dos de ellos eran inimputables por ser menores ee 16 años, a qué te rereris con el encierro que afrontaban? Los habían enviado a una institución? No podían ser entregados a su familia como.sucede usualmente? Gracias
ResponderBorrarMe cuesta explicar en palabras, la emoción que me provocaron tus palabras, llevo casi tantos años como vos trabajando en Tribunales,y podría decir que he tenido tus sensaciones infinidad de veces. Esa sensación de ahogo al final de algunas jornadas que no te la quita pisar la calle ni caminar unas cuantas cuadras. El ahogo no es por el edificio. Pienso que el ahogo es de nuestra alma adentro del sistema.me reconforta saber que somos muchas almas las que podemos ponernos en el lugar del otro y entender al que tenemos enfrente.
ResponderBorrarGracias