lunes, 25 de noviembre de 2013

SOBRE LAS CASUALIDADES EN LA JUSTICIA FEDERAL

Aviso del editor: La historia que sigue está inspirada (sólo inspirada) en un relato de Walter Rodríguez, Fiscal Federal de Santa Fe, a quien no sólo agradezco su tiempo y el hecho de haber compartido una cuota de su vasta experiencia en este espacio, sino durante nuestro paso por un mismo ámbito judicial. 
Detrás de las palabras

Por Rafael Elia

No sé que dice el diccionario respecto a la palabra casualidad.

Mi papá siempre me contaba que en el Mundial 78, en el partido inaugural, le regalaron una entrada y fue solo, a último momento. Se sentó en la platea y a los diez minutos su hermano, sin darse cuenta que había conseguido su entrada en otro lado, se sentó a su lado. En 80.000 localidades, dos hermanos casualmente se encuentran.

Pan de Leche se perdió en un accidente famoso de tren a mediados de siglo pasado. Dicen que anduvo varios años de polizonte dando vueltas por el mundo, completamente desmemoriado. Cincuenta años más tarde, el olor de un guiso, le devolvió algunos recuerdos de su infancia. Así pudo encontrar a su hermana que vivía en las sierras de Córdoba. Ante su incredulidad, el día que le abrió la puerta, le tocó en el piano que vio a lo lejos, la melodía con la que su madre los dormía.

Una tarde de febrero, encontré el disco “Artaud” de Spinetta/Pescado Rabioso. Es una reliquia para cualquier coleccionista y prácticamente pagué un décimo de lo que vale. Al llegar a casa, apenas lo puse en el tocadiscos, un amigo me aviso en ese instante que minutos antes Luis Alberto Spinetta había muerto.

Juan es de Tostado, provincia de Santa Fe. Mientras le mostraba las fotos de su viaje a Nueva York a su hermana; los dos advirtieron que en una de ellas, estaba pasando por detrás, caminando, con cara de apurado, un vecino de su pueblo de 14.000 habitantes, en una ciudad donde viven casi 10 millones.

Paul Auster tiene un libro completo de estas casualidades que se llama “el cuaderno rojo”. Entre otras, la de dos personas que se conocen en Taipéi y van descubriendo que sus hermanas, viven en el mismo barrio, en el mismo edificio, en el mismo piso de Nueva York.

Roberto, un ferretero porteño y malhumorado, junta en una carpeta este tipo de historias. Hasta que descubre que el chino que aloja en su casa, es el de la noticia más asombrosa que tenía guardada (aún así, sigue contando tornillos enojado).

Hay muchas casualidades en la vida.

Acontecimientos inexplicables, sorprendentes: algunos son puras tonterías, simples giros del destino, diría Bob Dylan; otros son más serios.

Muchas personas intentan explicarlo.

Según un amigo, cuando uno piensa en una canción, no es porque le vino a la memoria. Es porque hay ondas de radio imperceptibles que están encima nuestro que te la imponen.

El sostiene que nada es fortuito, que todo tiene un motivo; alguna razón o explicación racional.

Y puede que tenga razón.

En el año 1995, María, una abuela desesperada, encontró eco por fin, en un funcionario judicial.

Podría haberla ignorado y seguir con su rutina, como le habían enseñado. Algo lo determinó a actuar y gracias a eso, ella encontró a su nieto.

Increíblemente, vivía a unas 7 cuadras de su casa; podrían haberse visto mil veces, en la plaza, en la panadería o en la iglesia. Recién 18 años más tarde, luego de una lucha incansable, pudo encontrarlo.

Martín era un buen chico, sano y agradable.

Vivió 18 años en la casa de un agente de inteligencia del ejército, al que le gustaban las películas cómicas, los autos y salir a caminar los domingos con su mujer.

En su casa casi no había libros, salvo el Martin Fierro y otros de rutina.

Sin embargo, algo despertó el interés de Martín en la lectura.

Años después, días antes de recuperar su identidad, sin sospechar siquiera de lo que había sido víctima, se había inscripto en la carrera de letras. Iba a cursar en la misma facultad donde veinte años antes enseñaba su papá.

Su papá, tenía subrayado el mismo párrafo que le gustaba leer de aquel Martín Fierro.

Y esto, claramente, no son casualidades. No sé que son. Pero sé que no son casualidades.

Son ondas que andan dando vueltas, como esas de radio, pero diferentes. Son indivisibles e inabarcables. No le temen a dictadores, masacres, burocracias complacientes y desafían al olvido.

Tampoco fue una casualidad, que del allanamiento en el que detuvieron al apropiador, participara “El rengo” García como miembro de las fuerzas de seguridad provinciales.

Años antes, se había dedicado a lo mismo; a entrar a casas, a llevarse gente, pero claro, sin ninguna orden de juez, y con otro uniforme.

Casualidad es la simple historia de mi viejo.

sábado, 2 de noviembre de 2013

NUEVAMENTE SOBRE EL PESO DE LA JUSTICIA FEDERAL

La historia de Nina y Emilia.
Por Fernando Gauna Alsina
"...no son presidentes, ni ministros, ni han sido votados en ninguna elección, pero deciden...
reivindican el privilegio de la irresponsabilidad: somos neutrales -dicen..."
(Frase sacada de contexto del Libro de los Abrazos de Eduardo Galeano)
No hace mucho tiempo tomé contacto con un caso que me hizo replantear -y aún lo sigue haciendo- qué hacía dentro de la estructura estatal que dice administrar justicia.

Nina había sido criada por sus tíos; quienes se habían hecho cargo de ella hacía más de veinte años. Sus padres biológicos se la habían entregado de muy pequeña. Recién nacida. Y no está claro por qué. Tal vez por miedo. No estaban preparados. Tal vez por desinterés. No lo sé. Pero no es éste el punto que merece protagonismo en este relato. 

Aún en la más extrema pobreza la criaron como una hija más. Lo que no es poco, y dice mucho, en un grupo familiar integrado por cuatro hermanos que vivía en el conurbano profundo. Donde las privaciones son muchas y las facilidades son pocas.

Le dieron el mismo cariño, cuidado y educación que a sus hijos. Aunque tal vez eso no sea del todo cierto. Hasta le dieron más. La acompañaba un grave cuadro de salud y un obstáculo sumamente difícil de superar, pues no había sido inscripta en el Registro Civil. Para el Estado no tenía identidad. No era nadie. Para sus tíos, todo.

Al poco tiempo, una urgencia los obligó a correr a un hospital. Y la desesperación, a hacer algo que –aún no lo sabían- marcaría para siempre sus vidas. Acreditaron su identidad con el documento de Emilia. Una de sus hijas. La más chica. Nacida varios meses después de Nina.

Años más tarde, me diría una joven y perspicaz funcionaria judicial: "¡Mirá! La hipótesis de la defensa no cierra. Emilia nació mucho tiempo después. Es imposible que hayan acreditado la identidad de Nina con su documento".

La conclusión era del todo razonable. Mas el punto de partida era el examen lógico-racional que reflejaba la línea de tiempo que esta joven y elegante funcionaria había trazado en la pizarra de su cómodo y cálido despacho. Faltaban muchas variables. Inimaginables para el operador jurídico tipo. Aquél que estudia y memoriza minuciosamente el expediente. Papel tras papel. Que encuentra contradicciones irreconciliables en cualquier descargo. En cualquier testimonio.

Quizás el médico de guardia no reparó en las discrepancias. Quizás no le importó. Quizás prefirió privilegiar la atención de la niña, antes que detenerse en una irregularidad tan minúscula al lado de aquéllas que abundan en los espacios más relegados de la provincia.

Ahora. El quid de este asunto es que desde ese entonces el DNI de Emilia constituyó la alternativa que permitió sobrellevar los avatares de la vida diaria de Nina cuando el Estado exigió –una y otra vez- acreditar su identidad. Hasta les habría permitido realizar sus estudios en la misma Escuela primaria. Sólo que una por la mañana y la otra por la tarde. Bajo el mismo nombre, claro. El de Emilia.

Con todo, luego de que Nina alcanzó una edad suficiente le explicaron quién era. A sus siete años ya conocía su pasado. Así me lo dijo cuando debí recibirle declaración testimonial. Es decir, cuando tuve que transcribir sus dichos en un acta, sin ningún funcionario judicial cerca. Bah, en verdad, sí había uno.

Iniciada la audiencia se había sumado el Fiscal. Silencioso, pero con una mirada calculadora, había escuchado con suma atención –o al menos así lo creí yo- el relato de Nina. Y sobre el final, cuando habíamos oído su historia y el acta estaba cerrada, preguntó: “Perdóname, ¿De qué trabajas?”. Soy empleada doméstica, contestó Nina. Se quedó pensando, y luego de detenerse en su cabello oscuro, la miró directo a los ojos, y le dijo:

“¡Nunca le robes a tu patrón! ¡Si necesitas plata pedí, pero nunca le robes!”

Seguramente por eso, cual acto reflejo, prefiero recordar que estuve sólo, que no había ningún funcionario –serio- cerca. Vuelvo al relato.

A sus doce o trece años conoció a su papá. Y lo perdonó. Volvieron a estrechar lazos, pero nunca abandonó la casa donde había crecido. La sangre tira, pero el amor y el cariño que le habían dado sus padres del corazón –sus tíos- aún más. Toda marchaba bien. Aunque estaba pendiente solucionar su situación documental y la de su prima. Pero qué más da. Eran felices. Y más lo fueron cuando se casó y tuvo dos hijos. Y aquí me detengo.

Se preguntaran a esta altura cómo lo hizo. Pues del mismo modo en que lo había hecho hacía más de dieciséis años. Con la única pieza que siempre le había permitido sobrellevar los actos de su vida civil. El DNI de su prima. Y valga aclararlo. Su rostro, la fotografía que obraba en el documento, no constituyó un escollo. Porque no lo mencioné antes, pero a sus ocho o nueve años, sus tíos, aprovechando una campaña escolar del Ministerio del Interior, habían hecho renovar el DNI de Emilia con su fotografía.

De manera que el documento, aquél que reflejaba el nombre y apellido de Emilia, pero que siempre había usado Nina para atender su cuadro de salud, y que a determinada edad exigió una fotografía que refleje identidad entre el titular de la matrícula y su tenedor, ya llevaba su rostro. De tal modo, a sus dieciséis, un mes antes de casarse, volvió a presentarse en el Registro y obtuvo el ejemplar que a esta altura de su vida exigió el Estado. Al mes siguiente se casó y, tiempo después, inscribió a sus hijos.

Lo que sucedió luego es el comienzo de una profusa investigación judicial.

Nina no usufructuaba su verdadera identidad, mientras que Emilia había perdido –en la práctica- su documento. Entonces, ya más grandes, concurrieron al Registro en busca de una solución. Las derivaron a la Comisaría del barrio y de ahí al Juzgado Federal más cercano.

Ahora. Debo destacar que no estaba del todo claro si Emilia verdaderamente sabía lo que había ocurrido con su documento. Pero sí, pues en todo momento lo había dicho, que no quería denunciar a sus padres. Los amaba. Y sabía muy bien, que si algo había sucedido, había sido producto del amor y la mejor decisión que habían encontrado para preservar la integridad y la salud de todo su grupo familiar.

Pero esas variables escapan al análisis del operador jurídico tipo. Aquél del que hablé antes. Aquél que con gala y mucha erudición se jacta de conocer la dogmática en casos como éste. En los “sencillos”, en los que no perjudican más que a las personas de carne y hueso que se hallan detrás una carátula, y que rara vez tienen visibilidad suficiente para sobresalir. Porque ahí es distinto. Cuando el supuesto trasciende del hermetismo de su despacho, se traga su orgullo, y saca una resolución de lo más “progre”. No le gusta que lo critiquen. Que le pregunten por qué. Pero ésa es otra historia.

Como no podía ser de otro modo, la justicia federal promovió una causa penal en contra de los padres de Emilia por supresión de identidad y falsedad ideológica de documento público. Y los indagó. Ni en esta ocasión el juez federal se tomó unos minutos para conocerlos. Para escuchar personalmente su historia. Para si quiera permitirles que observen a la persona que de ahi en más habría de decidir sobre sus vidas.
Aunque tampoco cabe hacer mucho espamento. Porque desde ese entonces no decidió nada. No se pronunció sobre su situación procesal, cuando el código impone diez días para hacerlo, mientras que Nina sigue sin identidad y Emilia sin documentos. 
Pasaron cuatro años. Qué se yo... por lo menos no están presos.

sábado, 24 de agosto de 2013

APRENDIZAJE DEL TURNO


Por Rafael Elia

Era una mañana de abril, estábamos de turno y por un feriado se habían "acumulado" bastantes detenidos. 

A medida que llegamos a la secretaría nos fueron asignando las causas. Las tareas repetidas: el reclamo del sumario a la seccional, el resultado de reincidencia; la certificación de la causa anterior (a ver si zafábamos y la mandábamos por conexidad), llamar a la defensoría y después sentarte tranquilo a “armar el hecho”.



La causa que me habían asignado era un robo en poblado y en banda, al menos estaba así en la carátula. Un hecho raro, en Palermo, un chico denunciaba que tres travestis le habían robado el teléfono. El relato era algo confuso, más que nada porque se notaba un esfuerzo del damnificado por aclarar dos o tres veces que pasaba por ahí yendo a no sé dónde, en compañía de no sé quién y que se le habían abalanzado para robarle el celular.

Describí un relato más o menos lógico, el secretario me dio el visto bueno; tenía los antecedentes listos; la defensora estaba dispuesta a cruzar la plaza; en fin, ya estaba todo listo para que empiecen las indagatorias.

El secretario me miró y me dijo: -bueno, pero los indagás al final del día. La orden fue lo suficientemente clara.

Me llamó la atención, mis demás compañeros, por algún motivo u otro, habían tardado más y no estaban listos.

Opción de discutir no tenía y aproveché el momento. 

Como era costumbre y orden de quien mandaba, me puse a escribir el procesamiento de las tres -sí, también se generó discusión, si se les decía ellas o ellos-.

Fueron pasando las horas, todos indagaron a “sus presos” y recién entrando la noche subió la primera. 

Mientras me contaba de una discusión por un pago, un par de insultos y el amague de una pelea que fue interrumpida por la policía, por adentro pensaba la frase que estaba en el disco rígido de la computadora y que próximamente se convertiría en papel:

Ese repetido slogan de su vano intento en mejorar su delicada situación procesal -como si no fuera lógico que quisiera hacerlo, como si no se tratara de eso el juego (es el proceso, estúpido, imagino que nos diría Bill Clinton).

Noté que las tres estaban muy cansadas al terminar sus declaraciones. Recuerdo su barba crecida, el maquillaje corrido y que tenían las rodillas como vencidas. Les dije después la clásica formalidad: que el juez iba a tener diez días para resolver que hacía con ellas –o bien cinco minutos, dentro de esos diez días- y hasta tanto iban a seguir detenidas.

Ya de noche, cuando el Palacio de Tribunales oscurece más y más minuto a minuto, nos sentamos todos a comentar el día en el despacho del Secretario.

Y ahí me enteré por qué me tocó indagarlas al final.

Como aquella vez que nos enseñaron que a los detenidos, antes, se les pegaba con la guía de teléfono porque “no dejaba marcas”.

Mientras compartíamos el último mate del día, recibimos la lección: 

-Vieron que en la unidad –nos dijo muy suelto- los días que hay muchos presos, los dejan esposados contra la escalera que hay ahí abajo. Los van subiendo de a uno y los otros esperan. Bueno... ¿Sabés lo que les duele a estos hijos de puta estar parados con zapatos de taco todo el día?

Por eso, nos enseñó: los travestis, siempre para el final.

miércoles, 14 de agosto de 2013

LA BUROCRACIA

Por Eduardo Galeano (El libro de los abrazos)

Sixto Martínez cumplió el servicio militar en un cuartel de Sevilla.

En medio del patio de ese cuartel, había un banquito. Junto al banquito, un soldado hacía guardia. 

Nadie sabía por qué se hacía la guardia del banquito. La guardia se hacía porque se hacía, noche y día, todas las noches, todos los días, y de generación en generación los oficiales transmitían la orden y los soldados obedecían. Nadie nunca dudó, nadie nunca preguntó. Si así se había hecho, por algo sería.

Y así siguió siendo hasta que alguien, no sé que general o coronel, quiso conocer la orden original. 

Hubo que revolver a fondo los archivos. Y después de mucho hurgar, se supo. 

Hacía treinta y un años, dos meses y cuatro días, un oficial había mandado montar guardia junto al banquito, que estaba recién pintado, para que a nadie se le ocurriera sentarse sobre pintura fresca.

miércoles, 24 de julio de 2013

HOY. AYER. MAÑANA

Por Rafael ELIA

Me levanto, no entiendo nada. Dónde carajo estoy, qué es este lugar y esa pila de libros. Puta madre, dónde mierda estoy, por qué me siento así. Intento recomponerme, levanto mi torso del suelo pero no puedo. Escucho una voz grave, que se esparce límpida sobre mi minúsculo y oscuro universo pero no entiendo qué me dice. Pareciera que habla en otro idioma. 

Hay mucha gente alrededor, sus figuras se agigantan, me hacen preguntas, tengo miedo, no me acuerdo qué hago acá, quién soy, de dónde vine, quién es esta gente. No puedo recordar nada. Me agarran del brazo y me ponen algo gris que se infla, otro que anda por ahí tiene un vaso de agua y no sé qué dice; alcanzo a ver una figura femenina, muy femenina, que llora.

No puedo hablar, no me salen las palabras, trato de hilvanar algo pero no hay caso, es como si me hubiera olvidado cómo se hacía. Es como ese sueño que tenía de chica, que papá y mamá desde la galería con retoques de piedra, como las que hay en Mar del Plata, me pedían que me acercara a ellos y yo los miraba y cuando saltaba de la cama para ir a abrazarlos me daba cuenta de que no tenía los zapatos puestos y me los quería poner y no podía, o no encontraba el peine y no quería que me vieran fea y cuando me despertaba, no entendía nada. Y lloraba, sola, bien sola, silenciosamente.

No sé si estaré en uno de esos sueños ahora, la verdad es que no sé, esta gente que me rodea, quiénes son, qué hacen, no les puedo ver las caras, no sé que es lo que me dicen. Igual, tengo una sensación rara, hay algo que subyace a este escenario que me hace sentir bien, lo puedo percibir.

Un tipo me acerca el vaso a la boca, trato de abrirla pero me cuesta, hago fuerza en mi cabeza, pero estoy rígida, el agua me rebalsa. Otra de blanco me abre un poco los labios y ahí me libero un poquito, siento como el agua comienza a recorrer mi interior. Ahhh, sí, eso necesitaba, un poco de agua, me gusta este sueño, me empiezo a sentir mejor, ahora voy a poder hablar y todo.

Detrás de esa voz grave, irrumpe un sollozo. No es un llanto común ni el de una niña. Qué le pasará, creo que es una mujer, pero llora por mí, no entiendo, me estoy por volver loca, algo tiene ese sonido, yo conozco de llantos y tristezas, sus sonidos, sus subidas y bajadas, sus colores, conozco ese sabor, esa miel que baja por los pómulos y se cuela en los poros, esa miel que el cuerpo despide y recepta casi inmediatamente probando que estamos vivos. Lloro, luego existo. Así me repetía a mí misma hasta que me hartó ese sabor. Hace mucho que no lloro.

Ayúdenla a esa pobre mujer, toda esta gente, que vaya con ella no conmigo, yo estoy bien, sí, estoy bien. ¿Estaré muerta? Será esto estar muerta, estas personas que están alrededor, serán papá y mama, qué sigue ahora, cómo llegué acá, por Dios, alguien que me explique. Y ese llanto, por favor, apáguenlo, no lo aguanto más, basta, alguien que haga algo por favor, que por lo menos no gima, porque gime cuando llora y desde acá siento como su cuerpo se contrae y dice cosas que no se le entienden.

La de blanco me pone algo en la nariz, pego como un cabezazo al aire y me reincorporo un poco. Alguien pacientemente me hace alguna pregunta, quiere saber cómo me llamo.

Ni loca le digo aunque, pienso bien… ¿Cómo me llamo yo? Quién soy, le repregunto. Ahí está, tomá, retruco, vos que parecés tan inteligente y que lo sabés todo, contame, contame quién soy, quién soy, carajo, ¡¡¡¡decime!!!!

Me zamarrean y me pegan una cachetada, suave, pero cachetada. Hay uno de uniforme. Noooooo, ya está, ya entendí, hijos de puta, asesinos de mierda, a estos hijos de puta no les pienso decir una mierda, ya sé quienes son, hijos de puta, no, no, no les voy a decir nada, que se arreglen ellos, con razón todo esto, yo sé qué es, ya me avivé, vinieron de nuevo, que quieren ahora, no les bastó con lo demás, por favor, quiero despertarme, quiero que sea un sueño, que no sean ellos, por favor, ¡¡¡¡¡¡¡mamaaaaá!!!!!!!! ¡¡¡¡Papaaaaaaá!!!! Tengo que gritar más fuerte, alguien me va a escuchar, alguien me va a escuchar, otra vez no me va a pasar.

Por qué no me salen las palabras, es como aquel sueño de cuando era chica, pero voy a poder, tengo que juntar todas mis fuerzas y gritar bien fuerte, inspiro bien adentro y saco todo. No hay caso. Solo un chirrido de voz. Ahora si. No tengo salida. Perdí, me ganaron de nuevo. 

Que acabe este sueño, ya, por Dios, que se calle esa mujer, que pare con ese llanto, para qué recuperé la conciencia, me siento sola, muy sola, por qué me tocó a mí esta soledad, qué hice, qué no hice. Encima ahora vuelven ellos, de qué lado está el Dios que estaba invocando y esa mujer…

¿Por qué se para? Se acerca de repente, les dice algo y se apartan, como si fuera una orden, qué raro, tantos hombres y ella manda, sí, esto debe de ser un sueño, mejor, respiro más tranquila, ya me despertaré y mañana iré a trabajar, otra vez, como ayer, como hoy, la vida es así, yo ya sé, una suma de días, de obligaciones. Quizás algo cambie, no voy a ser tan pesimista, ¿podría tener un hijo no? Eso sí sería lindo, mi familia, sí, qué lindo suena, lo voy a decir de nuevo, mi familia, yo, ella o él y el papá, jugar, cantar, enseñar, aprender y todo eso, mi aporte al mundo. Fuera de eso, nada cambiará, lo demás será igual y lo que fue, ya no será. 

Claro ahora que se calló la loca esa puedo pensar mejor. Qué pelo largo tiene esta mina, por qué se acerca, qué querrá, llorona de mierda. 

Me toca. Me acaricia la frente.

Algo pasa, nunca sentí algo así, qué es, no sé, ella no dice nada. Es imposible que sea un sueño, no hay inconsciente capaz de construir una sensación semejante. Me siento rara, ella sigue tomándome la mano y recorre los surcos de mi palma y me habla al oído. 

Un fuego me recorre de punta a punta. 

Un velo se descubre y se suceden uno a uno los recuerdos: el olor a garrapiñada, la tonalidad descolorida de un televisor, una púa que da vueltas y vueltas sobre el tocadiscos, la falda de mi uniforme del jardín de infantes y papá y mamá, llevándome de la mano a la escuela. Ahí reconozco su figura. 

Comienzo a llorar. Entiendo todo y no puedo parar de llorar, como nunca lo hice, como lo hacía recién ella. 

Y me siento, y me tapo la cara y trato de explicarles a todos que aunque dije que había perdido las esperanzas, era mentira, en el fondo, yo sabía, yo lo sabía, por eso seguí, era lo único que me mantenía, si no quedaba nadie, sabía que había existido, sabía que la iba a encontrar. Sí, sí, la amnesia terminó, acabó de recordar quién soy. 

Les explico que me están apareciendo uno a uno los recuerdos, que había suprimido esa parte de mi infancia y que siempre dudé si en realidad todo eso había existido. Claro, cómo no iba a hacerlo y alcancé a verla a ella, llorando, como recién, con sus 2 años, balbuceando sus primeras palabras, preguntándome si volverían. Y me acordé de la noche en la que me lo preguntó. Yo traté de hacerle caso a papá que gritaba con rabia que no levantase la cabeza pero no pude. Lloraba, se escuchaban ruidos muy fuertes y se abrió la puerta de casa. Tuve miedo y lo desobedecí apenas. Así como estaba, acostada, boca abajo, me animé y alcé la cabeza. Se escuchó la ráfaga y me asusté tanto que volví a mirar al suelo.

La sangre de mamá me manchó el vestido. Me quise agarrar fuerte de sus piernas pero se la llevaron. A papá también. Primero nos quedamos solas, y ella me preguntó si iban a volver. Dos interminables segundos después, se la llevaron también y me quedé sola.

Treinta años más tarde, me abrazo a mi hermana menor. Como aquella vez, como nunca lo había hecho durante estos años o, pensándolo bien, como siempre. Es que en estas situaciones los extremos se abrazan: todo, nada, siempre, nunca, tristeza, alegría, soledad y compañía. Se envuelven y danzan.

Las demás personas del cuarto nos miran atónitos y están emocionados. El juez me explica que el ADN lo dijo, que es 100% así y mi hermana menor es la nieta recuperada noventa y pico. Que me lo contaron ya dos veces y me desmayé las dos veces, que recién cuando me tocó ella reaccioné. 

Nos paramos las dos, tomadas de la mano. Nos separamos un poco, nos miramos a los ojos, y sí, no hay duda, es mi hermana, la que tanto busqué por todos lados. Yo sabía que la iba a encontrar, yo sabía en el fondo de mí, que había tenido una hermana, lo sabía, siempre lo supe. Porque no se puede sentir lo que no se tuvo y yo la sentí siempre. Y nos volvimos a abrazar y lloramos.

La examino y me descubro, y veo que tiene mi misma nariz, esa horrible nariz que toda mi vida odié, por tener esa desviación antiestética hacia la izquierda pero ahora es nuestra nariz y eso basta para que no pueda ser más perfecta y hermosa. Es nuestra, sí, mi familia. Acá está. 


sábado, 20 de julio de 2013

Un gran Secretario

Por Fernando Gauna Alsina


"...Ojalá podamos ser desobedientes cada vez que recibamos órdenes 
que humillan nuestra conciencia o violan nuestro sentido común..." 

Eduardo Galeano


Llegué temprano. Como siempre lo hacía. Y no podía ser de otro modo. No hacía mucho que había jurado respetar la primera regla -o tal vez la primera responsabilidad- del mundo tribunalicio: abrir a las 7.30

Giré la llave, y le di a la puerta aquel empujocinto, cuasi secreto, que permitía el ingreso. Bah, tampoco tanto. Lo de "secreto" digo. Pero formaba parte del acto solemne en el que el último pinche -en este caso yo- se hacía cargo de un deber de tamañana magnitud, como lo era, abrir la oficina a tiempo.

Encendí las luces, colgué mi saco, y antes de comenzar con mi rutina diaria, me encontré con una novedad. Sobre mi escritorio, en medio de notas y recados de mis compañeros, había un expediente. Una causa. Una investigación que, de ahí en más, estaría a mi cargo.

Dejé lo que estaba haciendo y me lancé apasionadamente en la lectura. Una persona, aún no identificada, había sido arrollada por un tren. Falleció en el acto. Me senté en la computadora, y proyecté todas y cada una de las medidas que entendí apropiadas. ¡No podía ser para menos! Debía averiguar qué había sucedido. Quién o qué había causado la muerte de este hombre.
   
Y con el tiempo lo hice. Probé qué había ocurrido. Las imágenes en video, así como el relato de los testigos, no dejaban margen para la duda. No habían fallado los frenos, ni las señalares sonoras. Tampoco había intervenido un "tercero". Nadie había forzado o arrojado a las vías del tren a este muchacho. Había tomado la triste decisión de quitarse la vida. 

Con algún desconsuelo, y luego de que mis compañeros me explicaran que era usual que ingresaran en el "turno de policía" causas de estas características, comprendí que no restaba más por hacer. Siquiera por él, claro. La investigación se había agotado. Debía cerrar la causa. 

Culminé el proyecto de resolución y dejé el expediente a la firma del Secretario. Al cabo de un tiempo, me llamó a su despacho. Dejé inmediatamente lo que estaba haciendo -no le gustaba esperar-, toqué a su puerta, y con el mayor de los respetos, pedí permiso para entrar. 

Asintió, y realizó el gesto de siempre. Indescifrable para los extraños, pero muy claro para los integrantes del juzgado. Debía sentarme y escuchar. Había llegado la hora de la devolución. 

Generalmente, debo confesarlo, me agradaba hacerlo. Escucharlo digo. No era un tipo sencillo, pero tenía mucha experiencia y, aparentemente, verdadera vocación docente. Un gran Secretario. Por lo menos, así lo veía yo.   

Me miró a los ojos, y cual inquisidor, me preguntó: 


¿Cuál es el objeto de esta investigación?

Qué extraña pregunta, pensé. La respuesta era -o más bien me pareció- evidente. Debía tener una trampa. Me tomé unos pocos segundos, y casi sin dudarlo, respondí: establecer las causas del deceso del muchacho que había sido arrollado por el trenOtra cosa no podía ser. Cada una de las diligencias de prueba que había proyectado -y que habían sido consentidas por el Secretario- habían tenido por propósito -justamente- descartar la participación de terceros, así como cualquier falla humana o mecánica que hubiere producido ese desenlace. 

Volvió a mirarme, y sonrió. Mas no era una sonrisa de aprobación. Tenía sabor a victoria. A la suya, claro. Evidentemente, había caído en su trampa. 

Se puso de pie, y luego de apuntar con su dedo índice, cual señal de autoridad, algún artículo incierto de su Código Penal, me explicó que este accidente había interrumpido el servicio ferroviario. 

Se trataba de un caso de entorpecimiento del normal funcionamiento del transporte por tierra... de la marcha del tren. De lo contario -continuó- no sería de la competencia de este fuero. 

Sonrió una vez más y me devolvió el expediente.

Abandoné el despacho, regresé a mi computadora, tomé el Código Penal, y leí el artículo 194. Decía, y aún lo hace, claro: "El que, sin crear una situación de peligro común, impidiere, estorbare o entorpeciere el normal funcionamiento de los transportes por tierra, agua o aire o los servicios públicos de comunicación, de provisión de agua, de electricidad o de sustancias energéticas, será reprimido con prisión de tres meses a dos años".

Resulta que este muchacho, vaya a saber uno por qué, había decidido quitarse la vida. Y desde un juzgado federal, antes que ofrecerle ayuda, a él ya no, claro, a su familia; habíamos promovido una investigación penal en su contra. Porque de lo contrario, como lo había mencionado mi Secretario, aquél con sobrada experiencia y verdadera vocación docente, la causa hubiere tramitado ante otro fuero. El ordinario. El que se ocupa de investigar los "hechos comunes". Desde unas lesiones culposas a un homicidio. Desde las calumnias e injurias proferidas por un personaje de la farándula a otro, a un robo a mano armada. Los que no afectan -según dicen con orgullo en el fuero federal- la seguridad de la Nación o cualquier otro interés estatal de envergadura.

No pude contenerme. Volví al despacho y le expliqué que no tenía sentido lo que estábamos haciendo. Una cosa era la interrupción adrede del servicio ferroviario y otra -muy, pero muy distinta- la detención momentánea del tren, ocasionada por la muerte de un hombre. Siguiendo ese razonamiento, es decir, si esa circunstancia implicaba la intervención lisa y llana del fuero federal; también habría de hacerlo un choque en cadena en una autopista, o ruta nacional, que impidiera el paso y, en definitiva, vedara -también- el transporte por tierra, provocado por un pobre tipo que había tomado la decisión de tirarse de un puente. 

Ni hablar de la suerte que correrían la cantidad de motoqueros que a diario aparecen rendidos en una calle cualquiera, luego del desagradable encuentro con la chapa, dura y aspera, de un automóvil. Obstaculizan el tránsito, claro; pero a ninguna persona de bien, espero, se le ocurriría iniciarle una causa, cuando menos, por haber provocado el corte de la calle o la interrupción del tránsito.      

No podía parar. Mi cabeza andaba a mil. No podía comprender tamaña ofensa al sentido común. Mas me interrumpió, me miró detenidamente y dijo:  


"Puede que tengas razón. No lo sé y no me interesa. Siempre se hizo así.  Y así, no tengo problemas. Esto es un juzgado, y el juez me lo firma"

Regresé a mi computadora, modifiqué la resolución y dejé el expediente a su firma. No había más nada por hacer. Por él, digo, era un excelente burócrata.


viernes, 19 de julio de 2013

Abrigate que hace frío

Por EL SADE

Hay que reconocer que el empleado judicial se encuentra constantemente encerrado por el capricho de un juez o de un secretario. Corrigen hasta el hartazgo las -muchas o pocas, pensadas o no- palabras que generalmente garabatea en un papel. En alguna ocasión, las pocas, la corrección viene acompañada de alguna explicación; mientras que en otras cae fulminante como un rayo. Se pide con la velocidad de un meteoro.

Con el tiempo, uno se acostumbra. Termina entendiendo -o vencido por el cansancio- que puede escribir libremente, pero que no asume la autoría de sus líneas. De modo que tiene cierta lógica que aquél que debe “bancar la parada” exija que se respeten sus parámetros.

Nada del otro mundo. Escribimos con nuestras manos, pero sujetos al pensamiento de otro. Para algunos esto implica una violencia tal, que se encierran en defender bastiones caídos hace siglos. Tratan de convencer a personas, cuyas decisiones ya fueron tomadas, y que cargan con el bagaje de mantener la línea argumental, en la que ellos mismos fueron educados, una y otra vez, precisamente, a fuerza de correcciones.

Pero debo confesar que aún hoy, luego de tantos años de deambulear en este derrotero judicial, sigo encontrando correcciones que -tal vez- merezcan batalla: 

¿Cómo se saluda a otro juez al pie de un oficio? 

¿Qué oficio firman los jueces?

Mi primer encontronazo con esta especie de lucha de poder fue cuando me corrigieron un oficio, en el que había puesto “Dios guarde a V.S.”. En birome y remarcado, volvió a mis manos con la frase “Saludo a V.S. atentamente”. Leyeron bien, no muy atentamente, sólo atentamente.

El segundo fue un oficio dirigido al Decano del Cuerpo Médico Forense de la Justicia Nacional donde dejé el espacio para la firma del juez. Cayó en mi escritorio con la frase “este oficio lo firma sólo el Secretario”.

Qué loco ¿no? Cuánto ego. Cuántas ganas de demostrar que uno es más que otro. ¡En un oficio!. Qué ganas de perder el tiempo. Y como yo no quise perder el mío, corregí lo que tenía que corregir y la máquina siguió marchando.

Pero invito a los que tengan la posibilidad de tener un oficio a mano firmado -o no- por un juez y que miren cómo saluda. A mi humilde criterio eso es un claro reflejo de lo que el tipo es como persona. 

Y les tengo malas noticias. Yo, que me cansé de ver y escribir oficios, no encontré uno solo que esté firmado por un tipo que realmente exprese hacia el otro un grado de aprecio o preocupación. 

Si eso hacen entre pares -aunque no se sientan tales- imagínense qué queda para el resto de nosotros. Los mortales. Yo que sé... pensamientos sin sentido tal vez, que a uno se le ocurren cuando trabaja acá en el paraíso del egocentrismo. 

Igual sigo buscando. En algún lugar debe haber un oficio que termine con la frase:


“Si creés en Dios, ojalá que te guarde para que hagas justicia. 
Si no crees en Dios, ojalá que siempre te puedas mantener ecuánime. Lo que necesites avisame. Y mañana abrigate que va hacer frío. TKM” 

sábado, 13 de julio de 2013

EL CLIP VERDE

Por EL SADE

Entré, saludé, me puse la corbata, me senté, y miré, siguiendo automáticamente, y a la perfección, ese ritual con el que fui guionado hace varios años. Porque si hay algo que no se espera de un empleado judicial es la improvisación. Salirse del guión no solo pone en riesgo al aventurero que se embarque en esa misión. Apartarse de las líneas de conducta puede hacer tambalear a todo el sistema.

Como venía contando, miré. Miré y noté. Noté y desesperé. Miré otra vez y pregunté a los gritos. ¿El clip verde? ¿Quién carajo tiene mi clip verde? No obtuve respuesta. Quisiera decir que alguien se hizo de eco de mi preocupación pero no. ¿A quien carajo le puede interesar un clip verde? A mí.

Busqué, revolví basura, abrí expedientes uno por uno y los repasé hoja por hoja. Vacié cajones, míos y ajenos. Pregunté, interrogué, y finalmente supliqué. Ni noticias del clip verde.

Pasadas las horas me puse con lo mío y, ya sin mi talismán, hice menos justicia que nunca. Me olvidé de la gente que se encontraba detrás de los expedientes. Pasé al olvido esa sapiencia de que un penal es el lugar más horrible del mundo, al que solo tendrían que ir los que hicieron las atrocidades más horribles. Puse parámetros inalcanzables para quienes quisieran justificar su inocencia.

Y cuando casi terminaba el día, lo ví. Ahí colgadito al borde del abismo. Me acerqué despacio a la ventana, y antes de que un viento medio traicionero lo llevara al olvido, lo pude agarrar. ¿Qué carajo hacía ahí? Tal vez estaba tratando de volver al mundo del que lo secuestré. No lo sé.

Pero con solo tocarlo todas las fuerzas del talismán volvieron a mí. Rompí las barbaridades que había escrito, y las cambié por otras mucho más sensatas. Menos racionales y más emocionales. Me salí del guión, una y otra vez, sin temor y sabiendo que estaba en lo correcto.

Tomé el clip verde y, para evitar futuras sorpresas, lo pegué con cinta a la foto de mi familia que estaba arriba del escritorio.

No, no, no estoy loco. Si ustedes trabajaran acá, se darían cuenta qué tan rápido los empleados y funcionarios judiciales se olvidan de los demás. Un expediente es un número, un preso una cosa, una víctima un “se lo buscó”, algunos abogados unos genios y otros unos cachafaces sin remedio (defiendan los intereses de quien sea). Y un cargo es un título de nobleza que otorga sapiencia a quien no la tenía, y derechos para avasallar a quienes han quedado detrás. 

Eso es, básicamente, lo que pasa con el empleado judicial o funcionario que se deja atrapar en el fabuloso mundo del guión.

Por eso yo tengo mi clip verde. Aquél con el que mi viejo tenía atrapadas todas las copias de las resoluciones que distintos jueces habían emitido, diciéndole sí o no al pago de algún retroactivo de su jubilación que nunca cobró. Esas resoluciones a las que mi viejo, sin ser abogado, les encontró una y mil fallas, y de las que decía “Imaginate el pobre tipo que realmente necesita cobrar este retroactivo y le escriben esto, se mata”.

Por eso, ese día me llevé el clip verde. Para no olvidarme nunca que, aunque muchos se crean reyes o reinas, o tan grosos como un alfil, o tan fuertes como caballos de guerra, o imbatibles como torres, o tan chiquitos como un peón; esto está muy pero muy lejos de ser un juego.

domingo, 7 de julio de 2013

Una historia de sociólogos y defensores

Por Rafael Elía

Tendría 8 o 9 años. Quién sabe. Llegué a mi casa, y conté algo del colegio y por algún motivo dije “negro”, despectivamente. Mi vieja me miró, no era de retarme ni yo tampoco tan complicado, y me pidió que nunca más me refiriera así a una persona. Como todas las cosas que se dicen bien –y uno se da cuenta cuando va creciendo, que son buenas enseñanzas- me quedó grabado para siempre. 

La vida tiene sus vueltas igual, porque me tocó entrar a trabajar, con 20 años, en la justicia. Y si en la vida "normal" la gente esta muy acostumbrada a usarlo, en la justicia es una cuestión permanente, un estado de guerra continua, entre “ellos” y “nosotros”. Pero no quiero irme tan lejos. Y los ejemplos –mal que me pese- sobran. 

No hace mucho, al relatar alguna causa a los jueces o un Secretario, mientras los aburría o intentaba convencerlos de algo, fui interrumpido:

-Esperá… ¿es un “negro”? 

Esa línea divisoria en el ámbito de la justicia marca el interés o desinterés por lo que seguía, y asegura la respuesta.

Un día, que estaba más combativo, en el medio de la secretaría conversando de una causa, uno me hizo –nuevamente- esa pregunta. Le expliqué que desde aquel reto, nunca había podido usar ese término. Una chica que trabajaba ahí, me preguntó: -¿Tu mama es socióloga? No, es ama de casa, respondí yo.

Como siempre, llegó la explicación del que había hablado al principio, que se habría sentido un poco incomodo, y aclaró: -en realidad pregunté si era negro de alma… (los puntos suspensivos son porque, tamaña estupidez, no vale la pena ni contestarla).

Pasaron otros destinos judiciales y la regla no se rompe. En todos lados, la cuestión del “negro” y la guerra permanente.

Hace unos días, una de las empleadas del lugar donde trabajo ahora –más grande ella- se enteró que yo no decía esa palabra. Los demás, al costado, se reían, porque me buscan a propósito y me incitaban a que lo diga. 

Me miró sorprendida y me dijo con aires de profunda sabiduría: -Ah, pero vos entonces para fiscal o juez no podés concursar nunca, tenés que ser defensor. Todos le dijeron que claro, que nunca podría ser fiscal, incluso hasta asentí y me dije a mi mismo que “nunca me presentaría a un concurso para fiscal”.

Después me fui para casa y me quedé pensando... quizás mi vieja y yo podamos ser fiscales.

domingo, 30 de junio de 2013

La superficialidad de los hechos (mi primera declaración testimonial)
Por Zaffarancho



Nunca voy a olvidar la primera declaración testimonial que tomé. Allá, lejos y hace tiempo. Cuando iniciaba mi derrotero en el sistema judicial. Precisamente, en una fiscalía en lo criminal y correccional federal. Era joven, tenía muchas inquietudes, y recién estaba cursando el primer año de la carrera. Creía tener cierta “vocación de justicia”. 


Hacía poco tiempo que había dado ese gran paso. El que distingue a los “pinches” del resto de los empleados de la oficina. Había dejado atrás la mesa de entradas. Ese lugar de arduo trabajo, ajetreos estresantes, corridas constantes y pocas retribuciones. Ingresaba en el misterioso mundo del despacho de expedientes. En la comodidad de trabajar en un escritorio ubicado en algún recóndito sector de la fiscalía. Ya nadie podría estorbarme con molestos pedidos de fotocopias o funciones afines. 

Por ese entonces, la gran mayoría de los sumarios que tramitaban en la fiscalía versaban sobre investigaciones vinculadas con infracciones a la ley de drogas. Pero la peculiaridad, era que el común de las "pesquisas", lejos del imaginario social -y el mío-, se concentraba en infracciones al último de los tipos penales previstos en la norma: la tenencia de material estupefaciente destinado "inequívocamente" al consumo personal. Un nombre grandilocuente para describir la acción de fumarse un porro. 

Y eran muchas. Demasiadas. Las causas digo. Podían cambiar los protagonistas, los lugares, y algunas circunstancias. Pero a poco que me encerraba en la lectura de los expedientes que me habían asignado, el nudo de las historias era siempre el mismo:

"Dos policías detenían a un grupo de personas en la vía pública, que habían hecho movimientos “sospechosos” al percatarse de su  presencia. Y cuando la requisa llegaba, el hallazgo. Un “cigarrillo de armado casero de picadura de marihuana”. A medio fumar, claro. Con suerte, algún resto adicional de esa peligrosa sustancia. Luego, todos a la comisaría más cercana. Habían cometido un delito en flagrancia." 

Los sumarios terminaban ingresando en la fiscalía al amparo del art. 353 bis del CPPN. Para nosotros, la madre de todas las leyes. Algo así como el primer mandamiento para los cristianos. Pero para colmo de males, quien dirigía la fiscalía en aquella época había decidido investigar a fondo este tipo de conductas criminales. Hasta había diseñado un esquema de trabajo.

En primer lugar, el peritaje químico de la droga incautada (si es que había quedado algo). Luego, la declaración testimonial de los policías que habían intervenido. Debían ratificar el acta de procedimiento (cuando digo “ratificar”, me refiero exclusivamente a eso; es decir, prácticamente un acto de reconocimiento de firma). Y por último, una de las pruebas más comprometedoras para los delincuentes, cuando menos para el Fiscal: la declaración de los testigos del procedimiento.

Y esto me lleva al quid de esta historia. Justamente, la primera declaración que tuve que tomar, fue a uno de esos testigos. Recuerdo los nervios que tenía mientras esperaba su llegada. Quién vendría? Cómo sería? Tendría buena predisposición para responder a mis preguntas? Miles de interrogantes pasaban por mi cabeza.

Y cuando finalmente llegó, me encontré -para mi sorpresa- con un pibe de mi edad, algo asustado por la situación, que bien podría haber sido mi compañero en la escuela. 

En fin, después de tomar sus datos y cumplir con las formalidades del acto, empecé con las preguntas. Y no hicieron falta demasiadas. Me confirmó de entrada que efectivamente había observado el momento en que el personal policial incautaba el material estupefaciente en poder del imputado ¡Bingo! Ya había cumplido con mi objetivo. Un excelente comienzo para un principiante. Seguramente recibiría el reconocimiento de mis compañeros.

Sin embargo, el relato no acaba aquí. La historia no era tan simple. El muchacho, ya más relajado, me narró la verdad de la milanesa: los datos que no habían sido volcados en el acta de procedimiento.

Estaba junto al imputado (en rigor, un amigo suyo) fumando un porro a la vera del rio, charlando quién sabe de qué, cuando llegó la policía y los requisó. No encontró ningún elemento adicional, pero les secuestró lo que quedaba de ese cigarrillo. Y para validar el operativo, una idea genial. Sindicaron como imputado a quien técnicamente “tenía” el cigarro, y como testigo, a su acompañante; aunque, claro, sin revelar que ambos formaban parte de la misma “ronda”.

Por supuesto que estas circunstancias -las "adicionales"- no quedaron plasmadas en su declaración. Según me dijeron, habrían de complicar el trámite de la causa. De modo que terminé de escribir la versión superficial de los hechos, le pedí que firmara al pie del acta y estreché su mano. Se fue apurado. Casi sin saber qué acababa de hacer.

Nunca más supe de él. Mucho menos, sobre el desenlace de la causa. Pero estoy seguro que, al día de hoy, testigo e imputado siguen siendo buenos amigos.

martes, 25 de junio de 2013

El peso de la justicia federal

POR RAFAEL ELÍA

Un Juzgado Federal. Sí. Un Juzgado Criminal y Correccional Federal. 

Con lo que eso significa: recursos, edificios coquetos, gente elegante y linda, autos importantes estacionados, todo eso y un poco más.

La historia es sencilla. Una empleada del juzgado estaba notificándole a un imputado en una causa de una organización internacional vinculada al narcotráfico a gran escala y advirtió que no sabía leer. La casualidad quiso que apareciera justo en mesa de entradas un abogado a quien en el momento de aportar su DNI para cooperar con la notificación; se le cayó un papel en el que tenía el número de CBU de un importante allegado a un funcionario nacional por una licitación de una empresa extranjera y a partir de ello, en cuestión de minutos, se originó una gran investigación de corrupción que involucró a un grupo de sectores poderosos.

¿Están realmente prestando atención? ¿No les hablé de un juzgado federal? Olvidemos Hollywood. Esto es América del Sur, bien al sur.

Alrededor del mediodía; ocurrió el problema del imputado que no sabía leer y la búsqueda del testigo. La causa era, como no podía ser de otra manera, algún problema con el registro de automotor y el certificado 08, un billete de cien pesos falso o la erradicación de numeración de un arma (nunca voy a olvidar la cara de desazón de mis hermanas, el día que les conté realmente qué tipo de causas tramitábamos).

En esa época, pedíamos siempre al bar de “Cacho” que quedaba a la vuelta. Todos los días nos traía el delivery un pibe, de unos veinte años, lo recuerdo bastante callado. 

Ese día, llegó al juzgado y tuvo mala suerte. Siempre tenés mala suerte si caíste en un juzgado federal (en algunos más que otros). 

A alguno se le ocurrió pedirle el DNI para que saliera de testigo y el pibe accedió. A decir verdad, mucha opción no tenía.

Nunca imaginó el ojo entrenado de los empleados del fuero mas especial de todos.

Dentro de la oficina, mientras el pibe esperaba afuera de la mesa -tenían prohibido entrar a la secretaría- uno que pasaba por ahí, agarró el documento, lo analizó en un segundo y concluyó: Es falso.

El DNI es falso, afirmó y se lo llevó a la secretaria, en quien inevitablemente encontraría eco favorable.

Los demás nos quedamos mirando, nos sorprendió un poco. Si no recuerdo mal, el documento estaba un poco estropeado, como si lo hubieran lavado.

Y con la velocidad con la que actúa la justicia, comenzó una discusión: no de qué correspondía hacer, sino de cómo correspondía hacer lo que inevitablemente había que hacer, esto es, detenerlo por su flagrante delito.

Se llamó a los custodios, que comenzaron a diagramar el pseudo operativo, se avisó al secretario de la otra Secretaría que estaba de turno y en ese lapso pasaron diez, quince minutos.

El pibe en la mesa, o se le enfriaban los pedidos o tenía que seguir repartiendo o advirtió algún movimiento poco discreto de la revolución emocional que se había generado en el juzgado con la posibilidad de jugar un rato al policía y al ladrón.

Y se dio cuenta. Se ve que calle no le faltaba. Reaccionó, salió corriendo, bajó la escalera y se dio a la fuga rápidamente por la calle lateral.

Desde la ventana pude ver como lo seguía de atrás el policía acomodando su panza en el cinturón.

No lo alcanzó. 

Igual, su DNI falso había quedado ahí e incluso se había fugado! Ganarle, sería cuestión de tiempo…

Tiempo judicial, claro. En la repartija de sorteos dentro de las secretarías del mismo juzgado, así como la garantía del “Secretario natural”; los testimonios del episodio le llegaron a un secretario un poco más centrado o medido.

Se discutió durante un tiempo si había que allanarlo y mandarlo a detener. Para peor habían descubierto que el pibe tenía una causa por tenencia simple de estupefacientes en otro juzgado. Mientras duró la disputa “actuarial” la causa siguió tramitando.

El tema fue perdiendo interés.

Hasta que alguien comentó durante el almuerzo, meses después, que los peritos habían determinado que el DNI era verdadero. Todos siguieron como si nada.
Un juzgado federal. Efectivamente, un juzgado criminal y correccional federal.

viernes, 21 de junio de 2013

Una cuestión de perspectivas (basada en hechos reales)

Por Fernando Gauna Alsina

"Tené cuidado. Son todos malandras". Fueron las últimas palabras que oí antes de subirme al móvil policial. No lo recuerdo bien, pero entre el tránsito y los inconvenientes usuales de los automóviles de la fuerza -cuando menos los que utilizaban en ese entonces-, habremos estado en viaje alrededor de dos horas. Lo suficiente para hablar de espacios comunes -criticarlos por supuesto- y de las labores diarias de cada uno. 

A la altura de José L. Suárez, a menos de diez o quince minutos de llegar, ocurrió lo que tanto había temido -Bah.. tampoco tanto, pero no me viene a la mente otra palabra para darle drama a este relato-. El Cabo, de lo más ingenuo y espontáneo, me preguntó por qué lo estábamos acompañando. No lo dije antes, pero no viajaba sólo. Lo hacía también un colega y amigo, pero en lo que hace a esta historia; un funcionario más. Parecía que la cosa no era sencilla. Por lo menos, para quienes nos daban órdenes. 

Escapé de su pregunta con respuestas fáciles y usuales. Las mismas que, en su propio ámbito, utilizan los jugadores de fútbol luego de un partido difícil. Cuando los periodistas los increpan de manera de recabar un testimonio que genere escándalo en el vestuario y les sirva para alimentar el rating de sus programas diarios. Hablé de profesionalidad, compromiso, gestión, etcétera. Hablé tanto, que hasta me lo creí. Lejos habían quedado los comentarios críticos -y hasta ofensivos- sobre la actuación policial de la noche anterior. En definitiva, el motivo por el que estábamos ahí...

Llegamos. Y fue díficil. Nos encontramos -en rigor de verdad, hablo por mí; ellos habían estado la noche anterior- con un barrio de lo más marginal. Casas rudimentarias, calles de barro que, con suerte, conducían a algún lado. Las demás finalizaban en nada. Y cuando digo nada, es nada. Pozos, grietas y caminos a medio hacer, que obligaban a detener la marcha. Como les había sucedido, dicho sea de paso, a los agentes en la persecución frustada de la noche anterior. Las sospechas se desdibujaban..

Se detuvo el auto. Era la casa. Ingresamos; orden de allanamiento mediante, claro. Y encontramos droga. Y en cantidad, debo confesarlo. De aquélla que -aún- reprime la ley. Varios panes de marihuana, en el fondo de la morada -si podía llamarse así a un conjunto de chapas-. Pero no encontré "malandras". Y tampoco tuve que tener "cuidado". Me topé con dos personas amables y humildes, que convivían en la extrema pobreza. Si algún delincuente había pasado por la casa no lo hallamos.      
               

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  Por Mariano H. Gutiérrez Nacho no le quería blanquear a su mamá que ya no soportaba más y había dejado el trabajo. Un trabajo de mier...